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Intentamos retomar nuestras viejas costumbres así que decidimos salir a comer, pero, para mi sorpresa, no visitamos un restaurante de comida rápida, sino uno normal; uno con menús en donde se ordena y luego se espera y esa espera se ameniza con una entrada y una conversación ligera, y ligera para que el apetito no se vea dañado. Pero el maestro y yo no hablamos de nada. Nos quedamos viendo, robándonos las yemas de los dedos cuando los otros no nos veían. Sus sonrisas eran joviales, casi infantiles, las sonrisas de un hombre que ya no tiene que cargar con el peso de nadie. ¿Y yo qué sabía del maestro en realidad? La carga podía seguir ahí, y sólo había aprendido a llevarla sin que se notara.

Comimos en silencio también, o al menos nuestros labios permanecían callados, el repiqueteo de los cuchillos y los tenedores, sin embargo, resultaba molesto. El mantel de la mesa tenía una mancha; la noté mientras veía el plato de comida y pensaba cuál era la manera adecuada de comer. La mancha se dibujaba en la frontera entre el mantel y el borde del plato. El mantel era color beige y la mancha roja resaltaba. No comprendía por qué no la había visto antes, pero cuando lo hice, me molestó. En un restaurante de ese tipo tenían que tener, por lo menos, manteles limpios. No sucedía así en los restaurantes de comida rápida, en primer lugar, porque sus mesas no tienen manteles; en segundo, porque cada comensal se encarga de la limpieza del lugar en el que comió; lo que es, a su vez, una ventaja y una desventaja. Pero si uno entra a un restaurante de comida rápida y el único sitio desocupado está sucio, uno puede, sin pena alguna, quejarse, y uno de los empleados se apresurará y limpiará el lugar. Yo no sabía si en un restaurante del tipo en el que me encontraba podía hacer una queja similar; si llegaría un camarero, retiraría los platos, quitaría el mantel y colocaría uno nuevo y completamente limpio. Quise preguntárselo al maestro, pero me contuve y, como pude, seguí comiendo. El plato quedó por la mitad por falta de apetito.

Luego fuimos por un café al lugar en el que el maestro había dejado una buena propina. Con sólo entrar, la chica nos evitó, fue de lo más obvio. Sorprendente que nos recordara, eso sí. El maestro y yo nos miramos y sonreímos. Un joven un tanto más rudo y taciturno nos atendió. Ordenamos exactamente lo mismo que la última vez y, contrario a lo que había sucedido en el restaurante y tal vez porque en este lugar nos sentíamos más cómodos, comenzamos a charlar.

El maestro conversaba de manera despreocupada. Jamás había hablado tanto, tan seguido, sin quedarse en silencio o esperando mi participación. Honestamente, sentí miedo. Alargué mi brazo para alcanzar su mano que descansaba sobre la mesa, cerca de la taza de café, y con este gesto hice que se callara un momento, pero después siguió hablando, aumentando con sus palabras mi temor.

—¿Alguna novedad? —pregunté ya estando fuera del Café.

—Ninguna.

El cielo estaba entre lila y rosa. Los grandes edificios ya habían devorado por completo los últimos destellos dorados del sol. El suelo estaba caliente. Había sido una tarde en verdad calurosa, ni siquiera alcancé a sentir la más ligera brisa.

—Deberíamos ir a una playa, o a un balneario.

El maestro no respondió, estaba ido en el cielo.

—O al menos, hacer una visita a un lugar más frío. No tiene que tener ninguna atracción turística en particular, sólo ser frío.

—Cuando consigamos empleo —fue lo único que atinó a responder el maestro.

Regresamos a casa. A su casa. A su cama y luego a su ducha. Una montaña de DVD yacía sobre el reproductor de DVD. El televisor estaba sintonizado en un canal de música de los 80'. Mientras yo ordenaba comida por teléfono y ponía algo de orden en la habitación, el maestro ordenaba a su vez su estudio. Cuando se encerraba en ese lugar, yo jamás le reprochaba nada e incluso dejé de acercarme.

Como hojas secas (Gay)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora