2. Despedida

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¿Alguien dice mil? ¿Alguien? ¿No? ¡Vendida!

Aquella expresión me dio un escalofrío. Uno muy fuerte y largo. Pasé saliva y miré hacia la derecha. Había más de trescientas mujeres antes que yo y esto apenas estaba comenzando.

¿Cómo había llegado a esta situación tan humillante?

                                                    

.

—¡Madre, por favor! ¿Cómo es factible que estés a favor de las subastas?

—Caroline, ya hablamos de esto.Es nuestro destino.

—¡Pero no me volverás a ver! —le grité por primera vez, desesperada por algo de cariño y comprensión; por arrepentimiento de sus frías palabras y decisiones sin justificación.

Pero de ella solo se oyó un lastimoso suspiro.

La piel se me erizó. De mi madre se desbordó una gota salada. Lloraba. Me mordí los labios, un tanto culpable. Aquello me había roto el alma, como si yo fuera responsable de su sufrimiento.

La mujer más hermosa me miró con sus ojos bañados en lágrimas, intentando mantener una sonrisa hermosa como las que siempre me daba cuando era pequeña e ignoraba la situación en la que los seres humanos estábamos desde hacía un siglo.

—Todo estará bien, Carol. —Sollozó—. ¿Sabías... sabías que te amo?

Pasé saliva, absorta ante sus palabras.

Mi madre siempre había sido estricta y amable, pero en muy pocas ocasiones me había demostrado su afecto. Esta era la primera vez que la veía llorar, exclamar en un tono alto su aprecio que tenía por mí.

Bajé la cabeza con descaro.

—Lo sé, madre, yo también te amo —dije, ya con un notorio quiebre en mi voz.

No sé como paso, pero mi madre me abrazó y pronto, mojaba con sus amargas lágrimas, la piel desnuda de mi hombro.

—Te voy a extrañar mucho...

Sollocé más fuerte todavía.

Ahora podía entender porque tenía los ojos rojos cuando recién llegaba a mi casa. Desde hacia aproximadamente un mes que pensaba en mi partida. Yo era su única hija. Una que obligaron a tener.

Cerré los ojos y la apreté con más fuerza intentando que no me alejara de ella.

—¿Terminaste de estudiar?

Asentí mientras dejaba de llorar.

—¿Cenaste?

Me mordí los labios.

—Sí, ya lo he hecho.

—Que bien...

Nos quedamos en silencio. Ya sabíamos que era lo que seguía. Cada quien iría a sus cuartos y mañana por la mañana nunca más nos volveríamos a ver. Pasé saliva, esperando por algún movimiento.

—¿Puedo? ¿Puedo dormir en tu cuarto? —pregunté, nerviosa y sonrojada.

Mi madre me miró sorprendida por mi atrevimiento, pero luego se sonrío y con una lágrima resbalándose de sus mejillas, me tomó de la mano con gentileza.

Esa noche recuerdo que mi madre se durmió llorando silenciosamente en mi pecho.

No dormí. No pude pegar un ojo en toda la noche. El sentimiento de abandono, esa conmoción de nunca volver a ver a esa dama estricta y amable que al mismo tiempo me intimidaba, me inundaba. Nunca volver a ver a nadie, tal vez.

Era vampiricaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora