Hasta El Final

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El silencio del pasillo comienza a volverse insoportable. Generalmente detestaría ser consciente del constante murmullo de pisadas desconocidas, de voces difuminadas en la distancia, que lo obligaran a mantenerse en alerta y en un continuo estado de asqueo por la simple posibilidad de tener que establecer un contacto social. Hoy, toda esa ideología es dada la vuelta; hoy desearía que el ruido fuera ensordecedor, escuchar risas que taladraran las paredes, golpes que hicieran retumbar sus huesos. Cualquier cosa, cualquiera con tal de no encontrarse dialogando a solas con sus pensamientos. No sabe cuánto tiempo ha pasado ya, tampoco le va la vida en ello; lleva encerrado en su propia cabeza desde que vio la sangre salir disparada, cayendo como nieve sobre el desierto. Desde entonces, todo lo presenciado con sus dos ojos ha transcurrido a través de un velo, sobre el cual sólo han desfilado figuras, siluetas. Todavía tiene las manos manchadas, al igual que el traje, con manchas esporádicas y oscuras. Parece oxidada. Quizá eso podría darle una pista de cuánto tiempo lleva aquí.

Ojalá pudiera entretenerse con algún elemento del espacio, pero poco más hay que admirar a parte del brillo de sus zapatos. El suelo de linóleo negro, brillante, refleja en distintos puntos una luz azulada que brota de ningún punto concreto, allá donde la mirada pone fin al pasillo. Las paredes son de un calibre similar, sin la menor grieta ni línea de unión que pudiera resultar interesante. Como si hubiesen sido talladas de un único trozo de piedra con una precisión asfixiante. Los únicos objetos son dos; la puerta, también negra, que permanece cerrada ante él, y la silla minimalista sobre la que está sentado. Es extraño estar de vuelta. No en el buen sentido. Cierto es que esta no es precisamente la mejor zona para que a uno le asalte la nostalgia, pero quizá haya pasado tanto tiempo fuera que todo sea como conocerlo de nuevas, un extraño de paseo por una tierra que lo recibe pero no lo invita a quedarse por mucho tiempo.

Todo ello, sin embargo, ha pasado a un plano puramente secundario; sus pensamientos ahora son los que inundan su atención, y éstos a su vez están inundados por Gerard. Por todas aquellas cosas que pudo haber dicho, por las que debió callarse. Por todas las decisiones que tomó acertada o erróneamente, reviviendo las mismas imágenes una y otra vez, a cámara lenta, quizá con sólo las sensaciones. El proyector ha dado tantas veces la vuelta que ya le cuesta distinguir qué ha sido realidad y qué un producto exagerado de su alterada mente. Le gustaría poder dormir, pero tiene que gastar la adrenalina que atasca sus arterias. Quiere caminar hasta que los pies comiencen a sangrar, pero no busca mover ni el más mínimo músculo. Quiere dejar de recordar el dolor y aun así no deja de repasar las escenas una tras otra. Es él mismo y al mismo tiempo un ser totalmente nuevo, diferente. Todavía tiene que averiguar si eso le gusta o no.

De pronto, el chasquido del pestillo hace que levante la cabeza como un perro guardián, observando la apertura del umbral, del cual brota una tenue luz blanquecina. La silueta de Brendon se interpone en la línea perfectamente dibujada, apoyándose contra el marco de madera con la mirada afilada y la maldad en los labios.

Ambos empujan y tiran del espacio presente entre los dos lo que a Frank se le hace una breve eternidad, aunque bien es cierto que su percepción del tiempo está bastante trastocada a estas alturas. Finalmente, y con un lánguido suspiro, se dispone a levantar el culo de la silla, dándose cuenta de lo entumecidos que están sus músculos, y se dirige con paso arrastrado y pesado hacia la puerta, mientras Brendon se aparta de la abertura.

El cambio de intensidad lumínica hace que por un instante pierda toda percepción espacial. Por algún motivo los oídos le pitan ligeramente. Sus sentidos parecen haberse desacostumbrado a esta dimensión quimérica, pero mentiría si dijera que le gustaría recuperarse pronto.

"Qué alegría el volver a verte, Arioch."

El pitido pronto queda suspendido por esa dulce voz, tornándose con lentitud en una sutil melodía enlatada, interpretada por una voz femenina a través de un gramófono colocado en una esquina de la sala, algo que le recuerda a esas canciones que solía entonar Betty Boop antes de desaparecer de la caja. Por eso no es capaz de reconocerla. La luz de la sala parece disiparse como la niebla, dejando al descubierto el interior de una habitación que ya creía olvidada, aunque no tuviera mucho que recordar. Son más bien las sensaciones, el aura que brota entre el megáfono y la cortina rosada que se extiende de lado a lado, detrás de la cual se encuentra un pequeño mundo que nadie ha presenciado todavía. Para su sorpresa, nada parece haber sido cambiado desde su ausencia, lo que provoca en él una sensación de familiaridad; por primera vez desde que ha vuelto se siente realmente acogido. Esta es la única sala donde no le importaría estar; la compañía siempre ha sido el único motivo por el que no ha llegado a darse por vencido.

Tres Hurras por la Dulce VenganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora