6. El bosque

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—Hace mucho tiempo en los lindes del bosque habitaba una bruja —había iniciado Gabi, enfocando la linterna en la página parduzca de aquel libro viejo.

Una manta gruesa la cubría a ella y a Nivia, creando así un espacio estrecho y un tanto misterioso para una historia.

—Sea por su recurrencia en las artes ocultas o por su proveniencia de algún linaje perdido, que sus cabellos eran una inusual seda plateada. Irradiaba un innegable aire de distinción, de una sencilla hermosura y de un aura sereno y misterioso.

"Con el pasar del tiempo los lugareños se acostumbraron a ella y a su eterno aislamiento silencioso. Y de forma inevitable, notaron que a pesar de que transcurrieran los años, su inexorable paso parecía no afectar la belleza de la bruja. Los niños se convertían en hombres y tenían sus propios hijos, y éstos a su vez envejecían, pero ella permanecía allí, inmutablemente joven y hermosa.

A pesar de aquella condición innatural, todos la aceptaban. Se había granjeado el respeto del pueblo pues usaba sus conocimientos para curar los malestares de quienes así se lo pidieran. Sin embargo, aún con aquella simpatía, todos procuraban mantener la distancia que los separaba. Pues las personas siempre temen a lo desconocido. Y la magnanimidad de ella no borraba el hecho de que fuera una bruja.

No obstante, fue inevitable que los rumores de aquella doncella se desperdigaran por los cuatro vientos. Rumores de su hechicería, de su hermosura y juventud. Y de su doncellez. Fue entonces que un día arribó al pueblo un foráneo.

Poco se sabía de él, pero su altivez y sus modos evidenciaron su noble cuna. Aquel mozo había venido con la única intención de comprobar lo que había escuchado de tal magnífica doncella. Pero no fue sino cuando la vio por primera vez que sintió el irrefrenable deseo de cortejarla.

Ella rechazó cortésmente sus primeros intentos, sin embargo, él era perseverante. Se asentó en el pueblo para poder visitarla a menudo; la buscaba con todo tipo de excusas hasta que ella se resignó a su compañía. Era, tal vez, la primera vez que alguien la frecuentaba con razones diferentes a sus conjuros o medicinas, y fue en esa asiduidad que ambos se conocieron mejor.

Para los pueblerinos se tornó común verlos a lo lejos, caminando lado a lado mientras las estaciones transcurrían. Y aunque nadie intervenía, era lo único de lo que se hablaba; poco a poco, la distante e intocable figura que tenían de la bruja fue volviéndose más próxima. Así que cuando llegó el momento en que se anunció el compromiso de ambos no hubo persona que no se detuviera para felicitarlos. Ella siempre había estado presente como una entidad apartada del pueblo, pero no fue sino hasta ese momento en que ellos pudieron ver que ella también era humana y podía amar como todos, que la aceptaron como uno de ellos.

Aquel fue para ella, tal vez, el momento más feliz en décadas de hermetismo.

Su noble prometido le solicitó un tiempo para reencontrarse con sus familiares y anunciarles la noticia de sus futuras nupcias. Y previendo la soledad de aquella corta separación, los amantes se unieron en un íntimo abrazo nocturno de caricias, suspiros y promesas.

No obstante, cuando las hojas del bosque comenzaban a caer, él regresó y ella supo que algo había cambiado. Y no había sucedido tanto tiempo para que lo hiciera. Aquellos anhelos que ella había visto en los ojos de él, aquellos gestos, aquellas palabras que invitaban al amor, no eran amor. Nunca lo había sido, sino algo retorcido disfrazado de él.

Ella lo reconoció al verlo, al olerlo. La estela de otras mujeres en su piel, aún fresca. Había sido sólo un viaje en el que su prometido no había podido respetar su palabra, cuando ella había rechazado a todos y cada uno de los pretendientes que vinieron después de él. Pudo entonces notar por fin con claridad cómo era que él la miraba. Sin el disturbio de la limerencia, ella sólo era una medalla más en su traje. Una, que por la dificultad y el esmero para conseguir, valía más que otras. Pero no dejaba de ser una medalla.

Él actuó con una desfachatada naturalidad e insistió en los planes de boda, pues desconocía que ella ya sabía de sus infidelidades. Pero ella era, después de todo, una bruja.

Y pocas cosas dejan una huella irreversible como el corazón roto de una bruja.

Aquella noche, en la nívea luz de la luna llena, ella se despojó de sus vestidos, su piel lisa y reluciente, sus cabellos argentos danzando en el helado viento nocturno, sus ojos, radiantes topacios cual luz de crepúsculo. Fue una invitación irresistible para su prometido, pero al intentar envolverla con sus brazos, se sorprendió cuando ella se escabulló y corrió entre risas hacia la protección del bosque. Incitado por aquel juego sensual, la persiguió hasta las profundidades desconocidas de aquel océano verde.

Él jamás emergió del bosque, y ella nunca volvió a ser vista. Y aquella gente que antaño se había mantenido alejada de ella, lloró con sinceridad su desaparición. Y es que no habían visto lo peor de ella, sino sólo el lado más radiante y benévolo. Sólo su amabilidad, más no su ira. Sin embargo, ¿quién podría culparla?

Él con su pérfida traición, o ella con su inclemente venganza.

De los dos, ¿quién sabría decir cuál fue el más perverso?".

Nivia había perdido a Lantés de vista. Un vaho de aliento brotaba de sus jadeos. Su corazón le latía en sus oídos.

Adónde sea que volteara sólo veía árboles; la luz lunar apenas se colaba por entre las ramas para darle la visibilidad que necesitaba. Pero en balde. No sabía qué dirección tomar, era como si se hubiera internado en un toldo inmenso. Los sonidos nocturnos del bosque eran extraños y misteriosos. Siluetas de troncos oscuros por doquier. Cualquier ruta parecía igual que la otra.

Pero ella sabía que debía mantenerse en movimiento, así que eligió una dirección al azar. Y anduvo a tientas por un tiempo que tal vez no fue más de diez o quince minutos, sin embargo, para ella cada segundo era eterno. No sabía qué encontraría si seguía adentrándose más; cualquier murmullo o roce de algún animalejo la hacía sobresaltarse.

Empezó entonces a preocuparse por Lantés.

Sí, él había sido un hipócrita, un desconsiderado, un mal amigo. Pero nadie deja de querer a alguien por completo de la noche a la mañana. Incluso cuando se lo merezca. ¿Qué era eso que él venía a buscar a este lugar? ¿Qué haría ella si lo encontraba en peligro?

¿Qué debería hacer? ¿Qué...?

Entonces un susurro indefinido casi le dio un vuelco en el corazón, y se paralizó, su respiración reducida a unos tenues exhalos. Volvió a intentar escuchar, pero de nuevo sólo podía oír sus propios latidos, retumbantes como tambores.

Con sus manos temblorosas se apoyó en el árbol más próximo para serenarse. Respiró de manera honda hasta que estuvo lo suficientemente despejada. Cerró los ojos, y escuchó.

De nuevo aquel sonido. No podía determinar qué era, pero no era un ruido perteneciente al bosque.

Nivia lo siguió. A cada paso aquel susurro se definía. Era... Era humano. Era como un quejido. Tal vez como un llanto. Era repetitivo, cada vez más estridente. Se percató entonces que su búsqueda la llevaba a un pequeño despejado del boscaje donde la luz penetraba con menos timidez.

Y fue cuando las incipientes nubes dejaron de obstaculizar la luna que lo vio con claridad.

Aquellos sollozos femeninos no manifestaban ningún lamento, sino algo que Nivia no pudo comprender al principio. Y una parte primitiva en ella le indicó que era todo lo contrario al descontento. Estaban acompasados rítmicamente con unos gañidos masculinos, como una armonía musical.

Nivia percibió sus alrededores desvanecerse y que sólo aquella escena permanecía resaltada por el resplandor lunar mientras ella, petrificada, la observaba y no la entendía. Recostados en el musgo y la espesura, un enredo de piernas y ropas. Una piel resplandeciente y otra más opaca. Aquella que veía era la espalda descubierta de Lantés que, junto con su acompañante, parecían danzar entre encuentros y desencuentros, la canción inaudible de una sinfonía carnal.

La doncella crepuscularWhere stories live. Discover now