7. Una manera

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Había un silencio bullicioso en su cabeza.

Cada resquicio de su mente le gritaba que huyera, que corriera, que abandonara de inmediato ese lugar. Que dejara de ser testigo de esa escena. Pero Nivia era incapaz de moverse, sus pies de repente no le respondían. Era como si su cerebro y su cuerpo se hubieran desconectado. Por unos eternos instantes aterradores no pudo sino seguir siendo una involuntaria espectadora. El sorpresivo ulular de un búho la extrajo de pronto de aquel hechizo. De repente, el escenario en el que se encontraba volvió a aparecer. Y su movilidad regresó también, trémula e indecisa.

Nivia retrocedió, se volvió con violencia y presionó sus manos contra sus oídos con tanta fuerza que sintió que aplastaba su propia cabeza. Y emprendió la huida, de manera tan descoordinada, tan aparatosa que no estuvo segura si es que había delatado su presencia. Pero no quería volver su vista atrás. No podía, ni iba a hacerlo. Un remolino caótico se había desatado en su pecho.

Y no fue sino hasta que emergió a la claridad del camino, en los lindes del bosque, que se percató que unas gruesas lágrimas caían indetenibles por sus mejillas.

¿Qué era lo que había visto?

¿Eso era lo que hacía Lantés cada vez que escapaba a la oscuridad del bosque? ¿Eso era lo que hacían todos los que conocían este secreto?

Una poderosa sensación de asco la embargó y unos retortijones escocieron su estómago. Apenas tuvo tiempo para inclinarse detrás de un arbusto para devolver todo lo que había cenado. Sus ondulados cabellos de bronce se empaparon en el proceso.

Consideró tomar asiento un breve momento para temperar sus emociones, sin embargo, al cabo de unos momentos decidió que no era lo más seguro. Allí en medio del camino, cualquiera podría encontrarla. Y la idea de cruzarse con alguien más, o con el mismo Lantés, le repulsó de inmediato.

Sin embargo, tampoco quería regresar a casa. Esa noche, lo último que quería hacer era dormir.

—¿Qué demonios...? —balbuceó Dazi cuando asomó la cabeza por la ventana ante la insistencia de los golpes de Nivia sobre el vidrio; entonces corrió con premura la escotilla procurando hacer el mínimo ruido—. Maldición, Nivia. ¿No entendiste lo que te dije? Regresa a tu...

—Vengo del bosque —atajó ella, y él enmudeció de inmediato.

Se tomó el tiempo de observarla de manera general. Aún en pijama, en zapatillas, despeinada y con un flotante hedor nauseabundo. Dazi frunció el entrecejo y se congeló por un instante, como si ya se estuviera arrepintiendo por lo que estaba por decir.

—Ve a la entrada, te abriré la puerta.

Él no tuvo que advertirle dos veces que debía procurar ser silenciosa puesto que si su madre despertaba, tendrían muchas cosas que explicar. Le prestó su baño para que pudiera arreglar el desastre que era, y Nivia casi se sobresaltó al encontrar en el espejo a una chica de cabellera enmarañada, sus ojos, oscuros como el ébano, totalmente desorbitados, como si acabara de ver una aparición. Se acicaló razonablemente y al salir, entendió que debió causar cierta sensación de lástima en su amigo cuando él le ofreció de forma silenciosa una taza de té. Debía de lucir, en verdad, muy deplorable.

No obstante, la sensación de calidez de la loza en sus dedos le dio cierto conforte, y también la leve reminiscencia de los días en los que Dazi era habitualmente considerado con todos. Ahora, él parecía ser el único rezago que quedaba de los dorados días de su grupo de amigos.

—Tenemos que denunciar esto —musitó ella en un resquicio de voz, bastante audible y nítida en la quietud de la sala en penumbras, hundida en una de las butacas de la cocina. Dazi, reclinado en la columna desde las sombras, la observó con una comprensiva indolencia.

La doncella crepuscularWhere stories live. Discover now