10. Lo que callaron los dos

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Desde pequeño, Dazi siempre había sido penosamente consciente que su pequeña familia tenía problemas de dinero, y por ello, procuraba mantener sus exigencias al mínimo para no abrumar a su madre. Las remesas esporádicas que enviaba su padre junto con el sueldo de su madre apenas bastaban para mantenerlos a los dos con las comodidades suficientes. No obstante, cuando aquellas remesas cesaron en arribar, su situación se tornó complicada.

Tuvieron que mudarse del cómodo barrio en el que habían vivido desde que recordaba para arrinconarse en una casa más pequeña, casi en los lindes el pueblo. Y aún con esos hastíos, lo que más le preocupó a Dazi fue seguir frecuentando a Lantés, Ulises, Nivia y Gabriela. Les agradaba mucho y se divertía con ellos, y cuando se zambullían en sus aventuras de turno, siempre podía olvidar los problemas cotidianos de casa.

Cuando Ulises una vez hizo una broma de mala gracia acerca de unos vagabundos, que ante la desaparición de unos gatos, conjeturó que tal vez ellos habían hecho sopa con esos animales. Los demás lo reprendieron por su chiste malicioso, pero también se rieron. Hacer sopa de gato no le pareció una perspectiva tan lejana a Dazi, y pensó que entendería a aquellos que la hicieran si es que arreciaba el hambre.

Así que decidió de forma definitiva mantener en secreto su peliaguda condición, por más de una razón. No quería dar la imagen de alguien necesitado, no se consideraba alguien así. No quería que lo vieran ni con el más remoto halo de lástima, sino como un igual. Y también, había una gruesa cuota de vergüenza. Aquel apocamiento que sólo pueden comprender aquellos que viven ciertas privaciones y departen con quienes no las tienen.

Tal vez si alguien hubiera sido especialmente observador y quisquilloso con él, hubiera podido notar un problema. Sin embargo, Dazi se esmeraba para mantener su portada. Sus libros usados estaban bien cuidados, nunca compraba su almuerzo en los recreos pero siempre tenía un aperitivo que su madre o él mismo había elaborado, sus ropas, aunque repetitivas, lucían siempre impecables. Y sus calificaciones eran inmaculadas. Al principio las conservaba así para que fueran una preocupación menos para su madre, pero con el tiempo decidió que era lo más sensato para su futuro. Además que, aunque no contaban con becas en esa escuela, el director estuvo dispuesto a ofrecerle un descuento siempre que mantuviera su promedio.

Dazi estaba contento con ese statu quo. Pensaba que podía mantenerlo de esa manera, indefinidamente, hasta que se graduara y viajara a la capital en busca de una profesión. Buscaría un trabajo y se pagaría sus propios estudios, si era tan inteligente como todos decían que era, tal vez conseguiría una beca. Y si todo salía bien, lograría regresar al pueblo en unos años. Y su época de austeridad quedaría como un mal recuerdo. Nadie tendría que saberlo.

Eso pensó hasta que en uno de esos malos días de falta de presupuesto acompañó a su madre donde el prestamista. La había visto empeñar de todo y luego recuperarlo, pero era la primera vez que ofrecía sus alianzas de matrimonio. Dazi sólo observó la operación, circunspecto, y no se percató que la persona que seguía en la fila los observaba con fijeza.

Fue antes de que su madre le entregara sus alhajas al tendedero que una mujer intervino. Dazi se paralizó de pies a cabeza cuando reconoció a la madre de Gabriela, y a Gabriela misma. Todo el tiempo habían estado allí. Él no había considerado encontrarse con alguno de sus amigos allí, y recordó al momento siguiente que el susodicho prestamista también reparaba aparatos, un "todista" de electrodomésticos. No había otra razón para que la madre de Gabriela estuviera allí.

La señora se horrorizó ante la idea de empeñar alianzas matrimoniales, y como conocía someramente a la madre de Dazi, no dudo en interceptarla antes de que hiciera lo que, a su parecer, era un error inconcebible. La abordó y se demoró una charla entera donde le ofreció el dinero que necesitaba, sin intereses y sin anillos. Y su oferta fue tan enérgica que más pareció una imposición, a la cual, al final la madre de Dazi terminó aceptando.

Dazi comprendió que a la señora la movían unas puras buenas intenciones, pero nunca se había sentido más avergonzado en toda su vida. Se redujo en una esquina y permaneció allí, rebulléndose, hasta que el acuerdo hubo terminado. Sintió que su rostro se calentaba desde el cuello hasta la frente y sus labios temblaron, como si tiritara de frío. Hasta ese momento, ignoraba que pudiera existir el arrebato de llorar de vergüenza. Pero se contuvo y evitó mirar a Gabriela todo el tiempo. Por cortesía, se despidió de ella, sin embargo, quiso pedirle que no le dijera a nadie lo que había visto. No obstante, el bochorno lo retuvo de hablar.

Dazi durmió mal aquella noche, y cuando lo hizo sólo fue para sumergirse en pesadillas donde sus amigos lo observaban haciendo fila para recibir un cuenco de sopa con el cráneo flotante de un gato en él, en medio de miradas de conmiseración. Estaba ya proyectado para lo peor, sin embargo, al día siguiente en la escuela, todos actuaron de la manera más natural con él. Dazi observó de soslayo a Gabriela de cuando en cuando, como tratando de adivinar alguna advertencia o amenaza, pero ella también actuó de la manera más casual. Y aunque al principio sospechó que el comportamiento de todos era montado, luego se percató que era genuino.

—Ah... Gracias —barbotó Dazi cuando sólo quedaron en el salón de clases Gabriela y él.

—¿Por qué? —inquirió ella con una perplejidad que él notó que era real.

—Por... no decir sobre eso del otro día.

—Ah, eso. —Gabriela pareció meditar para sí. —¿Tan grave es "eso" que lo llamas "eso"?

—Más o menos.

Dazi pensó en ese instante que había sido tonto hacer mención de ese acontecimiento, ya que a ella no le había registrado especial importancia. Gabi, nunca le había llamado la atención en el grupo. Era reservada, pero a diferencia de él, que callaba cosas por conveniencia, los silencios de ella parecían más porque tenía muchas ideas revoloteando en su cabeza. Y se desinhibía más cuando interactuaba con Nivia. Fuera de eso, siempre le había parecido una chica franca y práctica, sin ningún drama. Entendió entonces que la tragedia que él se estaba haciendo, ella lo había dejado pasar con una mezcla de consideración y pragmatismo.

Pero ya había metido la pata, y tenía que arreglarlo.

—Por favor, que sea un secreto —solicitó él.

—¿Un secreto? —Por alguna razón, le brillaron los ojos, como dos cuencos de café recién hecho. Y pareció meditar otro tanto para sí. Entonces, lo miró, como si acabara de notar que estaba allí y se inclinó levemente hacia él para susurrar. —Yo también tengo un secreto.

—Ah.

—Voy a reprobar matemáticas —confesó sin que él se lo pidiera.

Dazi no sabía si estaba bromeando, pero ella parecía estar hablando muy en serio.

—Oh... qué mal.

—Sí, qué mal —repitió ella con rapidez, en unos murmullos preocupados—. Mis papás no lo saben, ni siquiera Nivia lo sabe. El profesor me llamó el otro día para llamarme la atención y me hará un examen especial, pero creo que de sobra voy a reprobarlo. No me entran las fórmulas, no me entra nada. He estado preocupada por eso todo este mes, pero no le he dicho a nadie. Da vergüenza ¿sabes?

Y luego lo volvió a mirar con sugerencia.

—Quieres que te ayude con eso —aventuró Dazi, y ella asintió al instante.

—Es una solución brillante ¿no crees? —reiteró Gabi, satisfecha—. Así nadie se entera de que tú eres pobre y que yo soy estúpida.

Era la primera vez que alguien bromeaba sobre su falta de dinero, pero Gabi era tan desparpajada y desinteresada sobre las sensibilidades ajenas que Dazi no pudo evitar reírse.

Y aquello inició allí, con ese pequeño secreto. El primero que, sin que ellos lo supieran en ese momento, dio lugar a muchos más.

La doncella crepuscularWhere stories live. Discover now