D O S

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D O S


—¿Es un noveno? —le pregunté a Adam en la cocina al día siguiente.

Ya era el Adam normal. Ya no había rastro del individuo agresivo e histérico que me gritó en el despacho y estuvo a punto de... bien, no quise pensar en eso.

—Uno muy importante —asintió él mientras llenaba un cuenco con agua del grifo—. Pero también es un viejo amigo mío. Vive en Asfil, un pueblo a seis horas de aquí.

Adam hablaba de un modo neutral. Ese era su estado cuando el noveno en su interior no salía. Neutro. A veces amigable. Otras veces incluso gracioso, pero la mayoría del tiempo: serio.

—¿En verdad tienes un amigo? —pregunté, algo sorprendida.

—Poe me hizo muchos favores que me han ayudado a mantenerte a salvo —aclaró él. Luego cerró el grifo y se giró sosteniendo el cuenco. Me lo entregó—. Tiene muchos contactos e influencias, además de un jodido talento para convencer a cualquiera. Por eso estoy en deuda y debo ayudarlo.

Agarré el cuenco. Adam avanzó y cogió un pañuelo de la isla de la cocina.

—Pero, ¿es bueno? —inquirí, aun de pie junto al lavaplatos.

Él se volvió hacia mí y me miró con cierta condescendencia.

—¿Qué noveno es bueno?

Salimos de la cocina y subimos las escaleras. Nuestra casa era casi una mansión. Había demasiadas habitaciones vacías y lugares a los que ni siquiera entrabamos. El piso era de una madera fina, tan brillante y tan oscura que combinaba a la perfección con el estilo de vida que llevábamos: aislados de cualquier pueblo y dedicados a la exportación de vinos.

—¿Crees que debería irme mientras él esté aquí? —le pregunté, dudosa.

Adam había ayudado personas antes, pero cuando se quedaban en la casa él me enviaba a otro lugar. A veces a hoteles, otras a viajes de turismo. No era seguro que una presa estuviera cerca de ellos.

—Puede ser, pero no hoy —respondió él mientras caminábamos por el pasillo de las habitaciones—. Quiero que me ayudes con algo.

Él había metido al tal Poe en una de las habitaciones de huéspedes. Él mismo lo había revisado de pie a cabeza hasta que descubrió que tenía una herida de cuchillo en el hombro izquierdo y ciertas quemaduras en las costillas. No me dejó ver nada mientras lo curaba. Yo me moría de la curiosidad.

Ya podía entrar. La habitación estaba silenciosa. Había un ligero olor agrio en el ambiente. La respiración de Poe era un suspiro constante y débil. Estaba tendido sobre la cama...

Y me quedé algo paralizada cuando lo vi por completo.

Supongo que por el asombro de que apareciera medio muerto no lo detallé bien. Ahora que estaba tan a la vista, tan extendido para observarlo, era una nueva imagen.

Era un noveno, por supuesto. Tenía ese brillo, ese aire magnético y distintivo que notabas cuando sabías de su naturaleza. Pero aquel... ¿hombre? ¿muchacho? No era como Adam. Su presencia era superior. Incluso allí acostado, magullado, con los ojos cerrados y la consciencia casi apagada, resaltaba.

Su cabello estaba hecho ondas desprolijas y espesas. Eran del rubio más claro. Lucían tan suaves, tan sutiles, tan formadas con naturalidad que provocaba enredar los dedos en ellas. La piel tenía un tono pálido pero aterciopelado. Sus rasgos faciales eran finos pero masculinos. Sus labios dos líneas rosadas, rectas, con una ligera curva en el centro. Adam le había quitado la camisa y dejado solo el pantalón que le cubría hasta la línea de la cadera, entonces se alcanzaba a ver un cuerpo trabajado de contextura de nadador.

Mi semana con Poe ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora