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Seis trajeados sepultureros bajaban el ataúd de la señora Hamilton, sujetándolo con gruesas cuerdas. Las personas estaban vistiendo luto y unos que otros llevaban una rosa blanca en la mano. El cielo se encontraba de un color grisáceo, se avecinaba una tormenta. Era extraño, cada vez que moría una persona, amenazaba con llover, amenazaba con derramar sus lagrimas desde arriba, acompañando a cada ser querido en su dolor. Y el dolor más grande que había experimentado Evelyne estaba siendo ahora, asistiendo al entierro de las dos personas que más había amado en toda su vida: sus padres.

Las manos de su tía Ana, rodearon sus hombros. Levantó la cabeza para encontrarse con la triste mirada azul de ella a través de aquellas pequeñas y redondas gafas, tenía muchas más arrugas que su ya difunta madre, que feo sonaba, sus finos labios estaban torcidos hacia abajo. Tía Anna era hermana de su ya difunto padre, era una mujer grandiosa, a sus cuarenta y siete años estaba soltera, nunca se había casado, por lo tanto, no tenía hijos.

Se acercó lentamente al pozo, en donde se encontraba el ataúd de su amada madre, con lágrimas bajando por sus mejillas, contempló aquella caja de madera con el ceño fruncido, adentro descansaba la mujer más maravillosa del mundo con quien había compartido muchas alegrías y penas. Ella era su consuelo, su apoyo, ahora que no se encontraba más a su lado, sentía que caía en un abismo oscuro. Sollozó al tirar la rosa blanca, la cual cayó sobre la tapa.

La muerte acabó con ellos en un trágico accidente automovilístico, el cual ocurría cada día, en diferentes partes del mundo, pero jamás había imaginado que sus padres serían parte de esa multitud. Un tráiler y un chofer dormido fueron suficientes para que este día tan triste llegara. Era la primera semana de las vacaciones de verano. Habían acordado ir de vacaciones a Brasil, a conocer por primera vez el mar. Ahora, todo se esfumó.

— Evelyn.

Al oír que la llamaban a sus espaldas, volteó. Era una de sus tantas compañeras del colegio que habían venido al entierro. Era Rebecca, lucía unos janes oscuros apretados al igual que su chaqueta de cuero, su cabello rubio lo traía atado en una coleta alta. Jamás habían hablado en clase, se le consideraba una de las chicas "populares" por ser hermosa naturalmente, aunque no era mala persona, simplemente nunca hablaron, eso era todo.

—Siento muchísimo lo de tus padres. Debes saber, donde quiera que ellos estén, siempre te estarán cuidando —sonrió débilmente.

—Gracias, Becca —le devolvió la sonrisa, aunque la forzó. En realidad no podía estar sonriendo en momentos como este.

Y esas fueron las primeras y últimas palabras que intercambiaron. Le hubiera encantado haberla conocido antes. Dudaba, pero quizás habían podido ser grandes amigas sin tan solo hubiera perdido la timidez y el miedo de socializar con personas. Luego de que Becca se fuera, de inmediato apareció una cola de sus compañeros, la maestra iba al último, venían para ofrecerle sus pésames. Y los recibió, todos con un abrazo y una pequeña sonrisa forzada.

Luego de algunos minutos, la tormenta se desató, obligando a las personas a abrir sus paraguas y los que no trajeron se vieron obligados a cubrir su cabeza con sus manos y otros pocos con sus trajes. Aún así, el sacerdote continuó con la ceremonia. Diez minutos después de haber acabado, las personas salían volando en dirección a sus coches, excepto por ella y su tía, quien se encontraba a sus espaldas a pocas distancias que la separaban.

La lluvia empapó en cuestión de segundos su vestido negro que le llegaba por debajo de las rodillas, llevaba las mangas largas y el cuello cortado en forma de "v" La tía se lo había comprado especialmente para el funeral, en cuanto llegase a la casa lo botaría a la basura, no quería tenerlo de recuerdo, ni utilizarlo en ningún otro entierro.

El manto de suelo que cubría las lapidas de sus padres, comenzaba a hacerse lodo por la lluvia. Aunque sonara estúpido, tenía la poca esperanza de que sus padres salieran de debajo de la tierra, resucitando, aunque sabía que ahora sus almas descansaban. La voz de su tía la llamaba a sus espaldas, pidiéndole que ya fueran al coche para regresar a la casa.

—Adiós, mamá y papá —se despidió con la voz entrecortada.

Ya en el coche, rumbo a casa, sentada en asiento copiloto, mantenía la frente pegada al cristal de la ventana, mirando como la lluvia golpeaba con brutalidad el vidrio. Estaba segura de una cosa, esa noche no podría dormir, odiaba las tormentas y cuando había uno, acostumbraba a pedirle a su madre que se quedara con ella en la cama hasta que amaneciera. Y ahora que ella ya no se encontraba, sería un problema total, para la noche de tormentas y para otras miles de cosas más.

— Evelyn, cariño —carraspeó su tía —. Bueno, veras... —buscaba las palabras correctas, aunque no sabía exactamente que decir —. Tus padres. Tú tienes que ser fuerte, aunque suene difícil.

—No me digas nada, tía —Eve la miró con pena —. Has perdido a tu hermano; mi padre. Es mejor así, sin palabras. Sin consuelos. Ambas estamos mal.

—Claro —dijo apenada.

Entrar por la puerta de la casa y sentir aquel vacio dentro de tu pecho. Saber que tu hogar nunca más será un hogar sin la presencia de ellos. Apenas un día y ya se sentía la ausencia de sus risas, riñas, discusiones, bromas y besos. Buscar con la mirada, con la vaga esperanza de que su padre esbozara la cabeza desde el marco de la puerta de la cocina, sentado en la mesa con la silla echada hacia atrás y avisar con una enorme sonrisa ¡Eve, ya está aquí! Y luego que su madre saliera secándose las manos en su delantal de cocina a abrazarla y llenarla de besos.

Plack.

La puerta cerrarse a sus espaldas la quitó de sus pensamientos. El agua de la lluvia que inundaba su cuerpo, caía al suelo, bajo sus pies, formando un charco de agua. Caminó por el estrecho pasillo cuando sintió las manos de su tía en su espalda, anunciándole que debía de caminar. Ella con un suspiro pesado, obedeció dirigiéndose al final del pasillo en donde se encontraba la puerta de su habitación.

Se echó en la cama boca para abajo con la mejilla recostada sobre la almohada, sin importar empapar la cama con el vestido que llevaba puesto. Miraba fijamente la fotografía enmarcada sobre la mesa de noche: ella y sus padres, sonriendo felices. El vacio que devoraba su alma no desaparecería tan fácilmente.

—Papá, mamá —susurró llamándolos con la voz cortada.

Una lágrima corrió por su mejilla. Luego otra. Y, otra. Giró el rostro a la almohada, ocultándolo. Gritó ahogándolo. Se sentía tan sola, tan vacía, se sentía nada. Estaba completamente sola.

TENTACIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora