ASPEREZA: IV

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A pesar de que los días eran cada vez más cortos, las noches más largas y el sol calentaba menos, Remo se sentía asfixiado. No había silencio, ni gotitas de condensación pegadas a un cristal; tampoco estaba encerrado, pero sí se encontraba en un jardín. Estaba rodeado de robles, hayas, olmos. A lo lejos veía un imponente sauce llorón, a la orilla de un estanque donde crecían juncos, helechos y hasta nenúfares. A pesar de que cada vez hacía más frío, Remo sentía calidez. La misma calidez que en sus recuerdos —sueños, (visiones)—. Desde la punta de los pies hasta la de su nariz, todo su cuerpo vibraba en un extraño hormigueo que no podía describir y soportaba en silencio, junto a las taquicardias, que iban y venían en distintas intensidades.

Su padre le había despertado esa mañana de muy buen humor, para decirle que se vistiera. Lo primero que hizo Remo fue girarse, en busca de su madre en la cama, pero Vivian ya no estaba ahí y Leo no le dio tiempo a preguntar por ella. Le tiró una chaqueta negra, con borreguillo en el cuello y llena de parches, mientras le decía «abrígate, que va a hacer frío». Ni siquiera le dejó desayunar, sacó el Ford del garaje con un rugido y lo obligó a sentarse de copiloto.

Lo primero que hizo su padre nada más llegar a la autopista fue una demostración de lo que era un coche con suspensión hidráulica y que, por supuesto, Remo no entendió, porque estaba bastante ocupado pensando en que el «maquinón» no tenía reposacabezas en el banco delantero y cualquier choque podría suponer muerte segura. Prefirió no compartir sus miedos, como tampoco compartió el bofetón que recibió al llegar al jardín botánico y darse cuenta de que los susurros que se atoraban en su cabeza no provenían de ningún grupo de personas demasiado cercano a ellos. No había nadie a su alrededor. Le aturdió de tal manera que ni mostró sorpresa al darse cuenta de que su padre se había tomado muy en serio lo de «nada de explotación animal». Incluso le había leído por encima un folleto donde decía que podrían ver una secuoya roja de California, sin importarle que no tenía ni idea de lo que eso quería decir y que con toda probabilidad, pasarían por delante sin saber que era ese árbol en cuestión.

Habían hecho una parada técnica para desayunar en una cafetería vegana que Leo había marcado en su aplicación de mapas. Desde que salieron de allí, el 90 % de la conversación se relacionaba con la sorpresa de darse cuenta de que el bacon de mentira sabía igual que el de verdad y que era carísimo. Remo le siguió la corriente con monosílabos. O se estaba volviendo loco o podía oler todos y cada uno de los perfumes que desprendían las plantas que se apelotonaban a la vera de los caminos y los puentes. Estaba tan aturdido que le pidió a su padre, en un gesto mudo, sentarse en el primer banco disponible que encontraron sus ojos.

—¿Te encuentras bien? —Leo no se sentó con él, sino que se inclinó para examinarle la cara de cerca—. Estás paliducho.

—Estoy un poco cansado —se limitó a contestar, con los ojos cerrados. La cabeza le daba vueltas, los susurros se habían convertido en un zumbido y por mucho que trataba de llenar el pecho de aire, nunca llegaba hasta el final.

—Normal, te tienen que faltar nutrientes. ¿Has ido al médico? Seguro que es anemia, comer todo el tiempo verduritas no es sano, necesitas proteínas. —Leo se dio por vencido y se sentó al lado de su hijo.

—Papá, mi dieta es más sana y variada que la tuya, cállate —espetó, agobiado y de incipiente mal humor. Se desabrochó un par de botones de la chaqueta.

—Bueno, vale, vale. Perdona. Es solo que no entiendo de dónde sacáis las proteínas.

Remo se echó hacia delante, para sostener la cabeza con las manos y apoyar los codos sobre las piernas. No iba a contestar a eso.

—Ahora que lo pienso, he sido un poco bruto... Acabas de salir del hospital. ¿Cuánto tiempo llevabas en la cama? Necesitas descansar y te he traído a caminar. —Estaba nervioso, había sido otra torpeza más en la lista de la que se había dado cuenta después de que su hijo pinchara con un alfiler la burbuja de su ilusión.

Reseco de veneno, sediento de sueñosWhere stories live. Discover now