GERMINACIÓN: I

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El invernadero de Rose era mágico. En el sentido más estricto de la palabra y también en el metafórico, en el espiritual. Cumplía a rajatabla con un puñado de reglas que no le explicó (y Remo creía que no le explicaría nunca). Tuvo que fijarse para no romperlas. Imitarla. Por ejemplo, en el invernadero no se gritaba, ni se hablaba alto. Ni se corría, ni se andaba rápido. En el invernadero todo era calma, calidez. No quiso preguntarle si Luke había entrado, porque la intuición le dijo que mejor no lo hiciera. Estaba convencido de que no necesitaba confirmación, porque la respuesta era clara. Aquel era el santuario de Rose y él un privilegiado al que le había permitido entrar.

Le costó un poco, al principio, habituarse a no hablar alto. Había pasado tiempo con sus padres y eso solo podía significar acostumbrarse a un modo de vida que le desagradaba y, en el fondo, le agradecía a ambos haber evitado a través del divorcio. No estaba seguro de que su yo adolescente hubiera soportado ver a sus padres discutir y tirándose los trastos a la cabeza de forma continuada durante años. Tampoco estaba seguro de que hubiera sido la misma persona que era en ese invernadero de ser así. Y aunque no se conocía del todo, estaba orgulloso de haber llegado hasta allí. No quería ser otro Remo. Aunque en ese invernadero era otro Remo. Y fuera del invernadero era otro Remo, cuando hablaba por teléfono con su madre, que ya había llegado a Montreal y le contó que casi se echó a llorar cuando sus amigas la recibieron en el aeropuerto. Y era otro Remo cuando llegaba a la casa de Leo por la noche, después de repostar el Ford, por si él o Laika querían usarlo al día siguiente.

Nunca querían. Le habían dejado el coche a su completa disposición. No preguntaba si lo habían hablado, si Laika le permitía a Leo hacer con sus cosas lo que le diera la gana, si lo necesitaban y no lo podían utilizar porque él iba con una inusual asiduidad a Nueva York, pero un día vio de reojo a su padre mirar coches de segunda mano en la tablet.

—¿Necesitas el coche?

Había ido, veloz como el rayo, a por dos cervezas a la nevera, para darle una a su padre y sentarse en el sofá junto a él, desenfadado. Se sentía incómodo por todas las facilidades que le ponía. Y muy cómodo por la libertad que le regalaba. Apenas le hacía más que preguntas inofensivas, poco comprometidas, sobre la búsqueda inexistente de trabajo en Nueva York.

—Ah, no, hijo. Si yo curro desde casa. —Le aceptó la lata de cerveza de buen agrado y la abrió con un chasquido—. Estaba pensando en pillarme otro. A Chevy le falta poco para estar listo y estaba ya pensando en algún Toretto... —Miró la pantalla pensativo y después a su hijo, con cara de póker—. Toretto, hijo... Toretto.

—Sí, claro. El Toretto... Un coche precioso, muy elegante. —Dio un sorbo a la cerveza y se hundió en el sofá.

—Leoncito, Toretto es el prota de Fast and Furious. —Se le escapó una risa y Remo se sonrojó hasta las orejas—. Llevaba un Charger guapísimo.

—Eh...

—¿¡No te has visto Fast and Furious!? —Se llevó las manos a la cabeza, en un gesto muy teatral. Cerveza incluida.

—Creo que no... —dijo con un hilo de voz.

—Madre mía... Madre mía... —Fingió que hiperventilaba—. Quiero pensar que se debe a tu pérdida selectiva y, en este caso, muy conveniente de memoria. No a que tu madre te haya educado así de mal.

—Va a ser lo primero.

—Ya decía yo. Si solo me enamoro de mujeres perfectas... —murmuró—. Este finde podemos hacer maratón. —Se le iluminó la cara. A Remo le dio un pequeño infarto de imaginarse las películas de Fast and Furious, lleno de chicas sexualizadas y señores siendo muy señores, fardando de coche como si tuvieran problemas emocionales no tratados—. Las tengo todas en Blue Ray.

Reseco de veneno, sediento de sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora