Capítulo 2: El muchacho de la casa de la esquina

2.4K 187 41
                                    

Capítulo 2

El muchacho de la casa de la esquina

Miriam me despertó muy temprano en la mañana, aproximadamente a las ocho, y yo con un gruñido la eché de mi habitación reclamándole sobre quien se levanta a esa hora en vacaciones. De muy mala gana ella se marchó pero regresó tan solo media hora después, por lo que no me quedó de otra más que levantarme y hacer de mala gana toda mi rutina matinal. Ya enfrente de mi armario elegí un vestido blanco de tirantes, cuya falda me llegaba a la mitad de la rodilla, lo complementé con un par de botitas vaqueras y en el cabello me hice una trenza de solo tres mazos sujetándola al final con un espumoso moño blanco.  

Un poco menos molesta bajé las escaleras dando saltitos hasta llegar al comedor, en donde ya estaba servido un plato para mí, lo descubrí quitándole la servilleta blanca que lo tapaba para darme cuenta de que eran unos perfectos hotcakes, a los que inmediatamente les puse unos ojos brillantes, mismos que se me borraron del rostro al ver sobre la barra de la cocina un cartón de leche, y supuse que para su preparación habían empleado también huevos.

—¿Qué ocurre, Sarah? —preguntó Miriam, a un lado de mí. Ni siquiera sabía de donde había salido. —¿Pasa algo malo con el desayuno?

Yo no era mala, realmente no lo era, mi corazón se oprimía por casi cualquier razón y aunque me había propuesto de ante mano molestar a esta mujer todo lo que pudiera, aquello era demasiado. Sus ojos brillaban de la emoción mientras me ofrecía un desayuno preparado por ella misma.

—Franco te lo dijo ¿verdad? —Pregunté, sin apartar la mirada del plato.

—¿Qué? —preguntó ella, poniéndome la mano en el hombro e intentando mirarme a los ojos.

—Nada —le dije, cambiando de opinión —no tengo hambre.

—Pero es el desayuno —dijo ella, con preocupación.

—Tomare café —dije, yendo a donde la cafetera y llenándome una taza.

—Querida, —dijo, mientras me miraba llevarme la taza a los labios —el café no es saludable para los niños en crecimiento.

La miré sin ninguna expresión.

—Bueno, —le dije —también tomare una manzana.

Me dirigí al frutero para agarrar una gran manzana verde de allí y luego fui a dejar la taza en el fregadero.

Ya afuera de la casa el sol me golpeó fuertemente en la piel, me sentí cálida y adormilada. Amaba el sol, era una de las cosas que más me gustaba sentir en el mundo, por eso la temporada veraniega era mi predilecta. Caminando como una borracha llegué a la casa que Miriam me había indicado como la casa de la señora Rosalía, la casa a la que le había roto la ventana. Dando brinquitos llegué a la puerta, en donde encontré un lindo pero anticuado timbre dorado al que toqué una vez, pero cómo me gustó el sonido que resonó dentro del lugar lo toqué otras tres veces más y pretendía seguir presionándolo cuando de pronto escuché unos pasos que se apresuraban a llegar a la entrada y en menos de un segundo esta se abrió bruscamente ante mí, descubriendo a un joven alto, de cabellos rubios largos como los de una chica, que le llegaban hasta el mentón, pero a pesar de eso no había nada de chica en él, su rostro era delgado, rectangular y simétrico, con una mandíbula no demasiado marcada y unos ojos de un color azul glacial se clavaron en mí, examinándome de arriba abajo, y por lo duros y fríos que eran no le gustaba nada lo que miraba frente a él.

—¿Quién eres tú? —preguntó bruscamente, pero con una voz juvenil y bonita. Quizá hasta más bonita que la de mi hermano en casa, que cantaba en el coro de la iglesia. Era una voz grave en el tono exacto para no ser dura.

El secreto de NicolásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora