UNO: INOCENTE

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Hacía no mucho que Mario y yo nos habíamos vuelto buenos amigos, podría decirse casi un año.

Nos conocimos de forma extraña, haciendo la fila del banco. Yo iba por mi último sueldo, él iba porque su clave de internet no funcionaba y necesitaba con urgencia realizar un depósito.

La charla comenzó con una tontería, me habrá pedido un pañuelo o quizás la hora, nada que dejara un recuerdo vívido en mi mente, una cosa llevó a la otra, y resulta que entre una chica con apenas cuanto medio y un hombre de negocios sí hay temas en común.

Por los treinta minutos que duró nuestra espera nos dejamos la lengua opinando animados sobre la contingencia nacional, y antes de que nuestros caminos se separaran me pidió el teléfono, o puede ser que yo se lo haya dado mientras le rogaba que se acordara de mí si algún día necesitaba una cuidadora, todos a cierta edad tienen una madre o un padre envejeciendo, al borde de requerir atenciones especiales.

La verdad es que no esperaba que me llamara, pero lo hizo.

Nunca sabré, y tampoco voy a preguntar, si sus intenciones conmigo fueron amistosas desde un principio ¿Vería en mí una mujer o solo era la chica divertida que lo abordó en la fila del banco? Una pregunta que no llego a dilucidar si vale la pena responder. Al final nos convertimos en eso, amigos, buenos amigos.

De tanto en tanto, si yo no estaba trabajando o buscando empleo, me invitaba un café, o salíamos a ver una película. Marvel estaba en su auge y tanto a él como a mí nos fascinaba el universo de los superhéroes.

Se volvió cotidiano mensajearnos, escaparnos a degustar alguna tienda nueva de pasteles o solo sentarnos a conversar. Él decía que yo era un alma fresca, yo opinaba que solo botaba por la boca lo primero que aparecía en mi mente.

Dejamos de hacerlo cuando Mario conoció a Carolina.

Como dije antes, lo nuestro nunca pasó de una amistad inocente con gustos y aficiones en común, pero creo que es difícil de explicar a la mujer con la que sales que tienes una amiga que conoces de ninguna parte en particular y con la cual no haces nada especialmente emocionante, huele a cuento, y en cuanto Carolina se enterara, se marcharía sin siquiera escuchar el resto del discurso. Así que nuestra amistad de primavera se transformó en un otoño cansino y frugal.

De repente me encontraba un resumen de su vida en mi casilla de mensajes, otras compartíamos una charla nocturna por Whatsapp hasta altas horas de la madrugada. Nadie entendía nuestra «amistad sin otras intenciones», y por lo general nos veíamos en la obligación de ocultarla, solo para no ser juzgados o francamente criticados. Su familia se refería a mí como la «caza fortunas», y la mía se refería a él como el «papito corazón en potencia», quien a la primera oportunidad me embarazaría y desaparecía del mapa. Aun así éramos felices contándonos nuestras vidas, sin compromiso al final del día.

Por eso no me sorprendí cuando me llamó una tarde de invierno para ofrecerme un trabajo. Estaba enterado de mi cesantía sostenida y decidió hacer algo por la causa, sobre todo pensando en mi estricta política de no aceptar sus actos de caridad disfrazados como «realmente este dinero me sobra». Como si eso pudiese pasar en alguna realidad.

Debía cuidar a un familiar suyo, nada muy complejo, y solo durante la semana, dejándome libre los fines de semana, que solía dedicar a mi casa y familia.

Si bien nunca estudié enfermería, paramédico, o técnico en algo, en cuanto di cuenta de que poseía las capacidades para manejar ancianos concentré todos mis esfuerzos en especializarme. Tomé hasta el taller más básico para cuidado de enfermo que impartían en el consultorio, hice un par de capacitaciones para manejo de sondas en la municipalidad, una vecina jubilada de enfermería me enseñó a administrar medicamentos endovenosos, incluso pagué unos cuantos cursos de fisioterapia básica y terapia ocupacional, no escatimé en esfuerzos, si voy a hacer algo lo hago bien.

ParadigmasWhere stories live. Discover now