SIETE: PÉRDIDA

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La lesión basquetbolista de Ariel no tuvo la evolución esperada.

El dolor de su hombro derecho se intensificó durante las semanas, hasta volverse limitante. Le costaba levantarse, entrar al baño, vestirse, conducir. Pasar de la silla a cualquier lado era un suplicio plasmado en su cara ante el esfuerzo, ni hablar de realizar actividades más complejas.

Supongo que todos hemos tenido esa sensación de dolor en una articulación, debida a una lesión deportiva, a un golpe, a una caída, o cualquier razón posible. Cede con reposo, antiinflamatorios y elongación, para convertirse en una situación anecdótica sin mayor importancia, la cual solo recordarás cuando te suceda de nuevo.

Espero que hayan entendido que no fue así para Ariel, no puede ser así para una persona cuyos brazos son asimismo sus piernas.

A la tercera semana de dolor insoportable intuyó que el Ibuprofeno no ayudaría y, a regañadientes, consultó con su fisiatra, quien lo tapó en exámenes y lo derivó a un traumatólogo.

Me mantuvo fuera del tema, a pesar de ser su «cuidadora». No solicitó mi presencia en las citas, las radiografías o las ecografías. Sus resultados los guardaba con magistral hermetismo, y se hacía cargo de su tratamiento en secreto.

Sospecho no lo ocultaba de mí, sino de Mario, con quien yo mantenía una fluida conversación. Ha de haber pensado muchas veces que era alguna especie de doble espía, trabajando para él, pero fiel a su hermano.

Nunca compartí información personal de Ariel con nadie, independiente de que Mario sí me solicitó detalles de su estado de salud, sobre todo después de que se tomara la licencia y me convirtiera en su enfermera a tiempo completo.

A la tercera semana de intriga regresó a casa diferente, callado, meditativo, sosteniendo la carpeta de sus exámenes como quien coge la biblia durante el apocalipsis. Se ubicó en su mesa de trabajo y esperó a que le trajera algo de once. Luego de servirle me pidió que lo acompañara y se puso más serio de lo que nunca le he visto. Supe de inmediato que era grave, o que estaba por ponerse grave.

―¿Qué pasa?―pregunté inquieta.

―El traumatólogo pensaba que era un pinzamiento, pero la resonancia muestra una rotura del manguito de los rotadores, o hago reposo o me operan.

Me pilló desprevenida, esperaba que me confesara que solo le quedaban tres meses de vida, estaba preparando mi cabeza para una confesión de ese calibre.

―Bueno, por lo menos tiene solución, ¿cierto?

Dijo la verdad solo a medias. En efecto tenía el manguito roto, pero lo de operarse no era una recomendación, sino una orden que no estaba dispuesto a acatar. Corría el riesgo de dañar su hombro aún más, pero operarse significaba seis semanas sin mover el brazo en lo absoluto. Era como volver a los primeros días después del accidente, tiempo en que dependía de otros para casi todo.

La idea del reposo era una respuesta que había obligado a proponer al médico, poco le falto para sacarle el mismo las palabras de la boca a ese pobre hombre, y si no lo hubiera hecho, la siguiente opción era buscar una segunda opinión.

Ariel es terco, como una mula, más cuando se trata de su salud y de su independencia. Con suerte me soportaba como su ama de llaves, convertirme en su enfermera era inadmisible. Aun así, prefirió pedir mi ayuda que comentárselo a su familia.

―Creo que de ahora en adelante abusaré de tus servicios.

Su voz se asemejó a un lamento, y quizás desde fuera podía verse como si se sintiera apenado por exigirme tanto, pero lo que de verdad lo acongojaba era la pérdida de su independencia.

ParadigmasWhere stories live. Discover now