TRES: PREGUNTAS

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Ariel contaba con una detallada lista de preguntas, un ranking de dudas más comunes de la gente en relación a él. Lo sé, no tienen para qué decírmelo, era un pretencioso, pero, como la mayoría de las veces, tenía razón al respecto.

La primera y la segunda ya las han escuchado: Primero ¿Por qué está en silla de ruedas?; segundo, sus genitales.

Cuando la confianza entre nosotros creció intenté rebatirle la segunda, argumentando que nadie preguntaría al inicio de una conversación sobre la disfunción eréctil de la otra persona, él respondió, con esa calma que de tanto en tanto me crispaba los nervios, que no era una lista de las cosas que la gente le decía, sino una de lo que la gente pensaba al verlo. Dudas que se guardaban por mucho tiempo y solo veían la luz muchos meses después de haberse formulado.

No tuve ningún argumento con el cual rebatir, ya que yo era una de esas personas ¿Cómo podía preguntarle sobre su lesión, sobre su día a día, sobre la aceptación de no poder caminar? Cabía la posibilidad de ofenderlo o lastimarlo. Mejor callar y esperar que él decidiera contar sus vivencias por iniciativa propia.

Esa es una de las desventajas más grandes de los adultos como especie, guardarnos las cosas solo porque pensamos que puede ser ofensivo. Nosotros le agregamos el sentido oscuro, la mala intención, cuando solo es cosa de satisfacer la curiosidad.

La tercera pregunta era: ¿Cómo quedaste parapléjico?

En el momento que me enumeró la lista, casi finalizando nuestro primer mes de convivencia, deliberadamente resistí la tentación de preguntar sobre eso. Él supuso que Mario me había contado la historia, por ende su accidente siguió siendo un misterio para mí los siguientes meses. Interrogante que por cierto dio paso a las imaginerías más alocadas. El escenario del accidente en auto pasó varias veces por mi cabeza, no por nada es la primera causa de muerte traumática en el país, pero como un hecho activo, con él al volante o de copiloto, cambiando de carrete, recogiendo a un amigo, alguna idea estúpida de jóvenes irresponsables, no como lo que era en realidad, el ensañamiento fortuito de la ruleta de la mala suerte.

—La cuarta rara vez llego a escucharla—dijo mientras buscaba un diseño en su mail y yo limpiaba los ventanales del balcón—. Es una idea que siempre se aparece camuflada como un elogio, pero que trae consigo una pregunta implícita: ¡Te ves muy bien! O ¡Te adaptas sin problemas! O ¡Parece como si no te afectara para nada! Lo que la gente quiere decir realmente es ¿Superaste que nunca más vas a poder caminar? No hay una mala intención detrás, se preguntan qué harían ellos en una situación como la mía y se ven a sí mismos miserables. —Calló un momento y tuve el impulso de cambiar el tema, pero antes de que me decidiera a hablar él continuó—. Claramente no lo he superado, de la noche a la mañana la mitad de tu cuerpo es peso muerto. ¿Y qué? ¿Voy a olvidarlo solo porque tengo un lindo par de ruedas? Una mierda. Simplemente no me echo a morir por ello y me bato con lo que me queda. No puedo caminar, no es el fin del mundo.

Le dediqué una mirada furtiva. Según me enteraría después, Ariel siempre fue muy optimista al respecto, no pasó sus días y noches llorando la perdida, más bien puso manos a la obra lo antes posible para rehabilitarse, y cuando supo que no quedaban esperanzas, continuó su lucha con tal de hacer una vida lo más normal posible.

—¿Y cuál es la quinta?—Le animé. En situaciones relajadas como esa conversar con él podía convertirse en una travesía muy agradable.

—Odio la quinta: ¿Cómo lo haces para... inserte aquí cualquier actividad posible dentro de la gama de las habilidades humanas? Es decir, en la tele muestran gente en silla de ruedas que salta en paracaídas, bucea, recorre el país en bicicleta ¿Qué tan difícil para mí puede ser ocupar la ducha o preparar un huevo?

ParadigmasWhere stories live. Discover now