CUATRO: IMPROPIO

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Ariel siempre fue muy correcto al ser un cretino. De tanto en tanto me hallaba a mí misma con la duda de si aquello se le daría natural o si se trataría de un área científica en la que había graduado con honores. Supongo que un poco de ambas, la mezcla perfecta entre talento y práctica.

Mente rápida, siempre con una respuesta ingeniosa que te aturdía y sacaba prematuramente de la pelea. Si no te defendías de inmediato mejor era tirar la toalla, ganaría, y si no lo hacía te confundiría hasta que lo creyeras vencedor.

Era un pillo, un completo bribón.

Yo nunca me caractericé por mi ingenio, el sarcasmo se me daba fatal desde el inicio de los tiempos, y el humor negro, cuando lograba entenderlo, no causaba ni la más escueta sonrisa en mis labios.

No me malinterpreten, adoro debatir, pero en un contexto tranquilo y pausado, con la oportunidad de poder pensar un argumento, ahondar en él, discutirlo a fondo. Mi cerebro es lento y obsesivo. Quizás no sea la primera en descubrir la respuesta, pero puede permanecer en mi cabeza por semanas hasta que encuentro una solución.

Era por ese lado que Ariel me sacaba de mis casillas. Su actitud y respuestas poseían un porte tan educado al provocarme, que a veces me tomaba un minuto completo decidir cuál debía ser mi posición frente a sus palabras. Usaba sus dones de telépata amateur para descubrir todos los temas que me incomodaban y luego los introducía a la conversación casi como si estuviera recitando a Neruda.

«Me gusta cuando callas, porque estás como ausente.

Y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.

Es como si estuviera parapléjico,

y la sensibilidad en mis piernas fuera muy poca.»

Ocurrente como él solo, pregonado cosas intimas camufladas como comentarios jocosos. Salir con él a lugares públicos me avergonzaba, no porque fuera parapléjico sino por esa boca sucia que cargaba a todos lados. Me obligaba a hacer la comparación con ese hijo revoltoso que acaba de aprender palabrotas en el jardín y que no puede dejar de repetirlas a pesar de entender lo malas que son.

Así a veces me encontraba acompañándolo en el supermercado o en el médico, con mi mejor cara de póker, pero por dentro rogando que no comenzara a soltar improperios a pito de nada.

«Caca, poto, vagina, hijo de puta, conchetumadre, mierda, sexo»

Nunca usaba esos términos, pero así se sentían sus oraciones con doble sentido, sus proposiciones impúdicas, y sus chistes negros. De tanto en tanto su sarcasmo se volvía tan elaborado que no sabía si reír nerviosa o disculparme con su oyente. Era un hombre de cuidado, y yo la tonta que presenciaba sus maldades y levantaba sus desastres.

—Bueno, el misionero no es mi favorita—respondió una vez a un enfermero que preguntó inocentemente «qué posición le acomodaba más» refiriéndose, claramente, a la vacuna contra la influenza que iban a colocarle—, pero estando yo abajo y tú encima mi rendimiento es casi óptimo.

Me puse como los piures de roja. Era la primera vez que lo acompañaba al médico y hasta el momento no me había tocado presenciar su comportamiento en público, solo conmigo o Mario.

Además de nosotros y el enfermero había una técnico paramédico en la sala, igual de roja que yo.

—Lo siento, no me gustan tan guapos—contestó el enfermero con una sonrisa divertida en el rostro, siguiéndole el juego y dándole cuerda al mismísimo demonio.

—Puedes voltearme si quieres, no ofrezco mucha resistencia, literalmente. —Le cerró un ojo y se palmeó una pierna.

La técnico, una chica joven probablemente recién salida del instituto, dejó caer una ampolla al suelo y se deshizo en disculpas mientras recogía los pedacitos, tan avergonzada como se podía estar frente a tal comentario. El enfermero reía a carcajada limpia, mientras que la estúpida de Graciela—es decir mua—, rezaba a todos los santos para que de una buena vez se callara.

ParadigmasWhere stories live. Discover now