22. Ást'varuli, rey ✓

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Gyatso era el rey de Rímsli, pero Ást'varuli lo era de los artífices.

Era rey de un pueblo exterminado, rey de nada a excepción de esos lugares donde la magia artífice se había arraigado.

Y entró como rey al Templo de los Artífices.

El Templo era una maravilla arquitectónica, un edificio custodiando nueve pilares que se habían erguido orgullosos sobre metros y metros, talladas en las piedras las historias de los nueve dioses más importantes.

Y en medio de los pilares, se encontraba el Árbol Sagrado, una maravilla natural de madera blanca, ramas torcidas y bellas hojas ardientes. Ást'varuli odiaba ese color, le recordaba bastante algo que quería mantener enterrado. Pero no era eso lo que le inquietaba de estar en presencia del Árbol, sino que en su tronco estaba tallada la figura de Ashar, el dios de la muerte.

Nunca había creído en la leyenda del Árbol, porque, sinceramente, se veía a leguas que ese no era el rostro de un benevolente dios que otorgaba perdón a sus hijos por haber asesinado a su heredero.

No, ese rostro era frío, calculador, de un dios que esperaba a tomar venganza, no de uno que ya la había olvidado.

El escalofrío que le recorrió le hizo postrarse de rodillas frente a Ashar, se mantuvo así concentrado en las manchas de sangre sobre las raíces del Árbol, aquello era lo único que le quedaba de sus congéneres. Sangre derramada para un ritual que los convertía oficialmente en artífices.

Rodeándole tétricamente había pedazos de roca que se habían desprendido de los pilares.

Ást'varuli casi lamentó el hecho.

—Mi corazón pertenecerá a sus raíces, mi magia ondeará sus hojas y mi voluntad doblará sus ramas y así será hasta que Ashar el Misericordioso reclame mi vida, sólo para servirle en las sombras —musitó antes de erguirse y retroceder.

El edificio que rodeaba los pilares y al Árbol estaba dividido para la enseñanza, el hospedaje, los laboratorios y las reuniones, así como la socialización entre los mismos alumnos. Todas y cada una de las secciones hundidas en el abandono.

Como rey el peso de mantener el Templo había recaído en sus hombros. El peso de mantener viva su cultura dependía únicamente de él.

Por eso había decidido ser el embajador de su hermano. No su rival.

Ást'varuli odiaba lo que ese título significaba, pero más odiaba lo que corría por sus venas, lo que le reclamaba por la traición y el abandono cometido.

Pocas veces entraba al Templo, pocas cosas le obligaban a regresar a un lugar donde voces fantasmales le acusaban.

Traidor. Víbora. Puta. Cobarde.

Nada más que el Árbol crecía en el interior del Templo, ninguna planta o flor crecía en el perímetro. El embajador recordaba jardines que se extendían hasta donde la vista alcanzaba, jardines con flores exóticas y hierbas medicinales, todo aquello que los maestros se empeñaban en que sus alumnos aprendieran.

No pueden depender de su magia. Si lo hacen, no son mejores que las bestias que nos rodean.

Ahora, esos jardines no eran más que maleza.

Bajó a los laboratorios, una zona laberíntica y húmeda. Ást'varuli colocó su pulgar en el orificio en la pared, el pinchazo liberó una gota de sangre que activó las luces de los laboratorios. Pequeñas esferas luminosas que estaban empotradas en las paredes. Otra gota más las apagaría.

Vagó por esos pasillos hasta encontrar el símbolo grabado en la pared, la biblioteca.

Ást'varuli había pasado días y días encerrado allí abajo estudiando todo lo que esos libros podían ofrecerle, cuando fue el único que podía apreciarlos, se llevó los más importantes al palacio y los guardó.

Las Siete LlavesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora