Nunca pedí que me detuviera una encarnación humana de una jirafa sin camisa, de un metro con noventa, cabello castaño y ojos avellana, pero oye; estas cosas pasan.
Me quedé allí, con los ojos parpadeando al hombre alto que sostenía un gran paquete contra su cadera. No llevaba nada más que pantalones de chándal y un gorro, sostenía su tentador labio inferior juguetonamente entres sus dientes.
Sus pantalones eran bajos, colgando sueltos de sus caderas y exponiendo una línea en V prominente. Aparté la vista, abriendo los ojos ante la idea de mirar boquiabierta a un desconocido semidesnudo, a pesar de que era muy guapo y probablemente estaba acostumbrado a las chicas que lo miraban todo el tiempo.
—¿Qué pasa? — Preguntó, aunque sabía exactamente lo que estaba mal. Tenía una mirada divertida en su rostro, una ceja levantada mientras jugaba burlonamente con si labio inferior. —¿Te comieron la lengua los ratones?
No tenía idea de qué decir. Era como si alguien hubiera tomado mi boca con unas pinzas para luego privarme de la capacidad de hablar, ya que todo lo que podía hacer era una media sonrisa incómoda.
Probablemente parecía una completa idiota. Allí estaba yo, de pie, descalza y con los tacones exuberantemente altos para poder manejarlos en la mano, el cabello y el maquillaje hecho un desastre, mientras que mi vestido albergaba las manchas de siete tipos diferentes de alcohol; todo frente a un hombre cuyo cuerpo entero parecía que Dios mismo se lo había enviado como regalo.
—¿Estás...- —Comenzó, después de un silencio que duró más de un minuto.
Una sonrisa maliciosa se extendió lentamente por su pálida cara, y observé con asombro como se mordía el labio.
—¿Me estás observado?
Y eso es todo lo que tomó. Dejé caer mis zapatos y el poco orgullo que me quedaba, antes de prácticamente salir corriendo a mi propia casa.
El momento en el que llegué a la puerta principal no bastó más que unos segundos para estallar esta misma, girando la manija detrás de mí cuando sentí que mi cuerpo se deslizaba por la madera con vergüenza.