XLI. Mi mala suerte y tus buenas intenciones (III).

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—Las patatas son lo mejor de este mundo

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—Las patatas son lo mejor de este mundo.

—¿Qué? ¡Estás loco, Rainer! —exclama Adam. Llevamos un buen rato sentados delante de la puerta de nuestro aula, esperando a que el profesor que imparte la primera clase de la mañana haga aparición mientras discutimos sobre temas de lo más absurdos—. El arroz es mucho mejor, ¡es perfecto! ¿A que sí, Adolf?

—¿De qué habláis? —inquiere él apoyándose en la barandilla, a nuestra izquierda. 

—Del mejor acompañante para la carne. ¿Cuál es tu opinión?

—Ah, entiendo, qué interesante discusión —nos dice, mirándonos con cierto desdén—. A mí, sinceramente, mientras sea al horno, me da igual.

La señora Merkel, que pasa por nuestro lado, nos observa frunciendo el ceño mientras Adam intenta contenerse tanto la risa como las ganas de darle rienda suelta a su humor negro a costa del pequeño Himmler. Todos mis compañeros entran en el aula, siguiendo a la profesora. Yo me levanto, camino hasta las escaleras que bajan al primer piso y me apoyo en la pared, esperando a que aparezca cierto chico amante de la puntualidad y los buenos modales que, últimamente, se está acostumbrando a llegar siempre tarde. Samuel Müller hace acto de presencia en el otro lado del segundo piso, a no sé cuántos metros de distancia de mí. Ahí está, con su actitud despreocupada, las manos metidas en los bolsillos y los primeros botones de la camisa desabrochados para recordarle al mundo que, según él, es el ser humano con el atractivo más indudable que ha pisado esta tierra. Me observa, con esa arrogancia y esa sonrisa de lado que tanto le caracterizan y, entonces, entrecierra los ojos y los fija en la puerta de clase. Es ahí cuando, de pronto, olvidamos por completo todo tipo de dignidad y nos adentramos en una encarnizada batalla por... Sí, por ver quién llega antes al aula. 

—Capullo, vas a tropezar con tu ego —me desliza cuando chocamos justo en la puerta para sorpresa de Merkel, y yo pierdo el equilibrio. Cuando estoy a punto de meterle mano al suelo, echo el brazo hacia atrás y escucho un quejido agudo. Uy, creo que le he dado un codazo en cierta zona sensible—. ¡Por Dios! Mi futura tortilla. 

Y cae de rodillas al suelo, protegiéndose sus partes como Megalodón protegería un buen filete de pescado de posibles pretendientes. ¡Ja! A mí no hay quien me gane, Müller. Entro en el aula proclamándome el vencedor de tan ridícula guerra y la profesora se acerca a mí, no para reprocharme mi actitud, sino para pedirme que le avise a mis compañeros que tiene que ausentarse diez minutos, que vayan haciendo los ejercicios del libro de inglés, los de la página trescientos noventa y cuatro. ¿Eh? ¿Por qué no lo dice ella misma? No tengo ni idea de lo que le pasa, aunque lo sospecho, porque me da una palmada en el hombro como forma de agradecimiento y se va del aula dando pequeñas zancadas, como si temiese no llegar a tiempo al baño. Oh, por favor, menudo espectáculo. 

Camino hasta el escritorio del profesor y me encuentro a Müller sentado en su silla, con la mirada puesta en el techo y los pies sobre la mesa. ¿Cuándo ha llegado ahí? Me siento en ella y me dispongo a dirigirme a mis compañeros, cuando su voz me interrumpe:

Rompiendo mi monotonía.حيث تعيش القصص. اكتشف الآن