Capitulo 19

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En aquellos días yo apenas conocía Kingsfield, así que Ruth y yo tuvimos que consultar el mapa varias veces, lo cual nos hizo llegar varios minutos tarde. No está bien equipado, en lo que a centros de recuperación se refiere, y si no fuera por las resonancias que hoy día despierta en mí no sería un sitio que estuviera deseando volver a visitar. Es un centro situado en un lugar apartado y de difícil acceso, y, pese a ello, cuando llegas a él no sientes una paz ni una quietud especiales. Sigues oyendo el tráfico de las grandes carreteras de más allá de las vallas, y tienes la sensación de que nunca han conseguido acondicionar el lugar como es debido. A muchas de las habitaciones de los donantes no se puede acceder con silla de ruedas, o hace mucho calor o hay demasiadas corrientes en ellas. No hay suficientes cuartos de baño, y los que hay no se pueden mantener limpios fácilmente, y en invierno son heladores y normalmente están demasiado lejos de los cuartos de los donantes. Kingsfield, en suma, deja mucho que desear y no puede ni compararse con el centro de Ruth en Dover, con sus relucientes azulejos y sus dobles ventanas que se cierran herméticamente con sólo girar la manilla.

Más tarde, cuando Kingsfield era ya el lugar familiar e inestimable en que llegaría a convertirse, en uno de los edificios de la administración vi un día una fotografía en blanco y negro enmarcada de Kingsfield antes de su remodelación, cuando aún era un campamento para familias en vacaciones. La fotografía probablemente se había tomado a finales de la década de los años cincuenta o principios de la de los sesenta, y muestra una gran piscina rectangular con un montón de gente feliz - padres, niños- chapoteando y pasándolo en grande. Alrededor de la piscina todo es cemento, pero la gente ha instalado hamacas y tumbonas, y grandes sombrillas para protegerse del sol. Cuando vi esto por primera vez, me resultó difícil darme cuenta de que se trataba de lo que los donantes hoy llaman «la Plaza», el sitio donde te paras cuando llegas en coche al centro. Por supuesto, el hueco de la piscina ya no existe, pero aún se distingue la línea del perímetro, y a un extremo de ese cuadrilátero han dejado en pie -como ejemplo de esa aura de cosa inacabada del lugar- la estructura de metal del trampolín más alto. Sólo cuando vi la fotografía entendí lo que era aquella estructura y por qué estaba allí, y hoy, cada vez que la veo, no puedo evitar imaginarme a un bañista lanzándose desde lo alto del trampolín y estrellándose contra el cemento.

Tal vez no habría reconocido fácilmente la Plaza en la fotografía de no haber sido por los edificios blancos de dos plantas y aspecto de bunker situados en los tres lados visibles de la zona de la piscina. Las familias debían de alojarse en ellos en las vacaciones, y aunque supongo que el interior habrá cambiado mucho, el exterior sigue siendo bastante parecido. Pienso que, en cierto modo, la Plaza actual no es tan diferente de lo que entonces fue la piscina. Es el núcleo social del centro, el lugar adonde los donantes salen a tomar un poco el aire y a charlar un rato. Alrededor de la Plaza hay unos cuantos bancos de madera tipo picnic, pero los donantes -sobre todo cuando el sol es muy fuerte, o llueve- prefieren reunirse bajo el tejado plano y saliente de la sala de recreo situada al fondo, detrás del viejo armazón del trampolín. La tarde en que Ruth y yo fuimos a Kingsfield, el cielo estaba nublado y hacia frío, y cuando llegamos la Plaza estaba desierta (sólo se divisaban unas seis o siete figuras desvaídas bajo el tejado saliente). Cuando detuve el coche, junto a la vieja piscina -cuya existencia desconocía entonces, obviamente-, una de las figuras se separó del grupo y vino hacia nosotras. Era Tommy. Llevaba una chaqueta de chándal verde y descolorida, y parecía haber engordado unos cinco kilos desde la última vez que lo había visto.

A mi lado, Ruth, durante un instante, pareció presa del pánico.

-¿Qué hacemos? -dijo-. ¿Nos bajamos? No, no. No te muevas, no te muevas.

No sé qué estaría yo a punto de hacer, pero cuando Ruth me dijo esto -quién sabe por qué, y sin pensarlo realmente-, me bajé del coche. Ruth se quedó en su asiento, y ésa fue la razón por la que, al llegar Tommy al coche, su mirada se posó en mí en primer lugar, y fui la primera a quien dio un abrazo. Pude percibir en él el olor de alguna sustancia médica que no supe identificar. Luego, aunque aún no nos habíamos dicho nada, ambos sentimos que Ruth nos estaba mirando desde el interior del coche, y nos separamos.

Nunca me abandonesOù les histoires vivent. Découvrez maintenant