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Llovía, y el viento era fuerte como si estuviéramos en pleno invierno. Sin embargo, apenas era junio. Apreté mi campera abierta a mi cuerpo mientras corríamos la corta distancia desde auto a la entrada principal del hospital. Tomamos el ascensor hasta el cuarto piso, donde Gabriel nos registró con la recepcionista. Ella ya lo conocía; había estado ahí varias veces a la semana durante el último mes.

Podría afirmar que la sensación de dolor en mi estómago no era de miedo, pero hubiera sido una mentira. Arturo Gallicchio era un hombre intimidante, y su muerte inminente lo hacía aún más temible. Sin embargo, no tenía miedo por mí. Bueno, un poco. Lo que más temía era lo que él podía decirle o hacerle a Gabriel.

Mi chico caminaba rápido, con un propósito. Pasamos por unas cuantas habitaciones, todas ellas individuales. Supongo que cuando te vas a donde se están yendo estas personas, merecés algo de privacidad.

La puerta estaba abierta, pero Gabriel golpeó de todos modos y esperó la voz ronca de su padre.

"Pase."

Entramos en la oscura habitación, y lo primero que noté fue la gran ventana que daba al parque. Los árboles se movían y temblaban mientras la tormenta rugía con fuerza afuera. Los ruidos y chillidos de la naturaleza sonaban como si todo el edificio estuviera siendo arrastrado a través de un túnel.

"¿Qué es esto?" Preguntó el hombre, y aparté mi mirada de la tormenta.

"Buenas tardes," dije.

Arturo Gallicchio no respondió. Cerró el libro que estaba leyendo y lo dejó sobre la manta. Rodeado de idiotas se leía en el título. Estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada en una montaña de almohadas.

Gabriel estaba callado, sólo mirando la cara de su padre.

La mirada del hombre se movió de uno al otro unas cuantas veces. Estaba aún más flaco que la última vez que lo vi. Sus mejillas estaban hundidas, los labios finos y secos. Su cabeza calva brillaba, y llevaba una bata de toalla sobre su remera blanca de pijama. Sus ojos no habían perdido su dureza. Todo lo contrario. Nos miraban por encima de unos pequeños anteojos de lectura, rápidos y audaces como siempre.

Lo que me hizo fruncir el ceño y apretar los puños con recelo era la falta de sorpresa en su rostro.

No me tomó mucho tiempo descifrarlo.

El maldito lo sabía. Siempre lo supo.

Y la crueldad de eso me dejó estupefacto.

Sabía que su hijo era gay. Lo había sabido durante mucho tiempo. Y aun así había seguido molestando a Gabriel con su homofobia instensa, sus comentarios y exigencias desagradables, y su odio.

"Sabía que no ibas a cambiar," dijo Arturo, su tono amargo y cansado.

"Lo sabías." Gabriel exhaló. Sus facciones se veían tranquilas, pero su piel estaba blanca como un papel.

Arturo suspiró, y su boca se curvó en desaprobación. Dobló sus anteojos de lectura y los puso sobre la mesita junto a la cama. El libro se deslizó de su regazo y se mantuvo precariamente equilibrado en el borde de la cama. El hombre no se dio cuenta o no le importó.

"Por supuesto que lo sabía," respondió. Mi estómago se contrajo. Esto podía salir mal. Peor de lo que me imaginaba. Mucho peor... "Siempre esperé que fueras lo suficientemente fuerte. Y en vez de eso, te enganchaste con este bicho raro. Incluso tenés el coraje de traerlo acá."

Gabriel se acercó un poco más a la cama. "¿Lo suficientemente fuerte? ¿De qué mierda estás hablando?" Su voz era casi un susurro, incrédula.

Dejate ser. [Quallicchio]Where stories live. Discover now