Mírame, allí estoy

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Si el destino fuera un hilo, el planeta estaría envuelto en una densa manta de líneas blancas y azules, como una bola de estambre girando en el espacio. Día tras día se suman y eliminan ataduras. Sin cuestionamientos. Algunas cuerdas tienen sus nudos en el más puro júbilo, mientras que otras... otras solo ocupan espacio de relleno.

Un muchacho llamado Adán, de dientes frontales separados y de anteojos con montadura verde olivo, estaba convencido de que su destino pertenecía a la tonalidad más oscura de esa tela. Un hilo suelto y malogrado que quemarían para evitar que la manta se deshilachara.

Su falta de ilusión era continua. Aparecía sin previo aviso para oscurecer días de verano. ¡Qué difícil era para sus padres conseguir algo que le motivara!

Una noche cuando la cama se volvió un estorbo, subió a la terraza con sus auriculares para buscar refugio en la música y en las estrellas. Amaba ver cómo su campo visual sufría una convulsión ante la magnificencia del universo. Incontables estrellas resplandecían con destellos entre líneas que oscilaban desde el caos al orden divino.

Si fijaba la mirada en algún punto vacío, se desvelarían numerosos puntos titilantes. Aquí, allá, ¡por todos lados! Era grandioso.

De pronto aquietó la vista y su visión se extendió al punto de perderse en el infinito.

Con frecuencia, Adán se veía diminuto en todos los aspectos imaginables de su existir; inseguro, sustituible, excluido del sistema que dirige las mentes y recompensa con lo que se considera éxito. Pero al verse perdido entre las estrellas se dio cuenta de que, efectivamente, sí era insignificante. Él y todos, y esa mezquindad impuesta por el universo no lo recibió de mala manera, al contrario, esto le brindó paz.

«No hay por qué preocuparse».

De pronto algo apoyó esas palabras en su pecho.

«Nada vale la pena y a la vez todo».

«Somos una posibilidad siendo consciente de sí misma».

Una incógnita cruzó su mente de la misma manera en que lo hizo una estrella fugaz frente a la luna: «¿Qué se siente estar muerto?». «¿Al final sabremos que hemos muerto?». Otra estrella fugaz apuntó hacia el oeste seguida de otra verde esmeralda. «¿Existe algún creador?».


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En una mañana cualquiera, Adán se encaminó hacia la universidad. Reprodujo la música del momento (Face in the moon de Eartheater), pero pronto se deshizo de los auriculares al divisar, al otro lado de la avenida, a su grupo de compañeros agitando las manos en señal de que se uniera a ellos antes de entrar a clases.

Guardó su móvil en el bolsillo y dejó atrás la acera.

La bocina de un camión anticipó el trágico accidente que sellaría su destino con un crujido.

Con los ojos abiertos, sintió cómo el frío atravesaba su ropa sobre el pavimento. A primera vista, Adán parecía seguir con vida, dedicándose casualmente a contemplar cuán blancas estaban las nubes esa mañana.

Adán abrió los ojos, y comenzó a llorar desconsoladamente. Daba pequeñas patadas, movía sus manos de aquí y allá, hasta que unos brazos lo arroparon en un cálido abrazo.

Telanen, fi vosotini. (Bienvenido, mi amor)

La persona que lo sostenía poseía unos ojos felinos, con cabellos plateados que contrastaban con su piel purpúrea. La boca, en proporción a su cabeza, era notablemente diminuta.

Adán era físicamente igual a ella.

Adán volvió a nacer y esta vez llevaba como nombre Omeg. Su existencia brotó en otro planeta, que era de color azul con veteados anaranjados y era conocido como Monek; una palabra que, para sus habitantes, encerraba el significado de 'Ahora'.

Oasis NocturnoWhere stories live. Discover now