02. En nombre de Vanihèn | Parte 2

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Ningún botánico terrestre había conocido aquel árbol, pero en su tierra lo llamaban ekrenso

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Ningún botánico terrestre había conocido aquel árbol, pero en su tierra lo llamaban ekrenso. Se decía que había nacido en la región en la que aparecieron los primeros seres de la primera generación, los espontáneos, y que el dragón que le dio nombre a las cosas había dudado al elegir una palabra para distinguirlo. En aquel sitio, el ekrenso no necesitaba término alguno; se erguía imponente bajo el sol ardiente de Alkaham y el vuelo rasante de Ritjaneen, que lo custodiaba con intriga, y sus primeras flores, reconocibles incluso a la distancia, fueron un regalo para cada señor de las alturas. Las semillas probaron cada tierra, cada viento, y pronto fue evidente que el ekrenso podía crecer firme y resistente en todo el continente, pero que solo en regiones de calor húmedo daba flor, solo en presencia de tierra que había sido quemada y luego mojada con agua del lago se reproducía.

Se había desarrollado incluso allí, en su patio frío, rodeado por la nieve, y la había acompañado en cada rutina de aliklivá. La elección no había sido al azar; su abuela no había hurtado una semilla a modo de recuerdo: el ekrenso llevaba entre sus fibras la huella de su hogar y era capaz de contenerla en su interior a través de los siglos.

Senna atravesó el patio con pasos lentos, intranquilos. No había estipulado una hora para conectarse, pero sí había asegurado que lo haría aquella noche. Tenía que hacerlo. Sus palabras tenían el peso de una promesa y sentía sobre su piel la mirada de Ensio al mencionar la ceniza roja. Dirigió una mirada fugaz hacia su ventana, iluminada con todas las luces que había dejado prendidas en su habitación; así, si Jouko se asomaba a ver lo que ocurría, ella podría notarlo.

El ekrenso la maravillaba. En la corteza alguien había tallado signos imperceptibles que permitían alcanzar con menos dificultad ese rastro de Alkaham que con tanto esmero se mantenía escondido en el interior, pero el dialecto era el suyo, el de los alkyren, y nadie que no compartiera su naturaleza podría hacer uso de las ventajas de su árbol. Las ramas, que jamás habían conocido un follaje, eran voluminosas y resistentes, y no reaccionaban ante el toque del viento. Parada allí, con las raíces bajo sus pies, Senna sintió que el tiempo que venía ralentizándose desde la mañana por fin se detenía y en ese instante nada existía de verdad, ni siquiera ella.

Se sentó a los pies del ekrenso. Unió cada punto de su columna adormecida con el tronco y se quitó las botas. Hundió los pies desnudos en la nieve y buscó el suelo firme con los talones. Estaba bajo control. Apoyó su cabeza contra la corteza y echó un vistazo a su ventana una vez más antes de comenzar. Jouko no estaba ahí.

El aliklivá no tenía una única forma de llevarse a cabo. En ese instante, con la prisa de regresar y pretender que nunca había salido, Senna eligió prescindir de los frascos con esencias que escondía bajo su cama y los hilos rojos con los que tejería entre sus dedos la representación de la red que protegía Gianos, su mundo. O que lo había protegido hasta que fue necesario crear a la segunda generación. El modelo de rito que había escogido era simple y preciso, y le permitiría hacer lo único que deseaba en ese momento: ver su alité.

Llevó las manos a su pecho y cerró los ojos. Inspiró repetidas veces hasta distinguir el aroma del ekrenso que se despertaba para recibirla.

—Por las escamas rojizas de Kärkeieen —musitó—, representante de Alkaham en Gianos, existo. Por el verde penetrante de Kyrhoinën, creador de nuestra lengua, soy protectora de Alkaham. —Aquel era el significado del nombre de su especie. Intentó tragar saliva para eliminar el pensamiento que había surcado su mente: si no podía mantenerse en condiciones, ¿era digna de ser quien era?—. Por Surtsalièn, comandante de las tropas del sur y en cuya frecuencia resplandece mi alité, estoy anclada a las fronteras del desierto. —Abrió los ojos. El perfume se intensificaba con cada llamado a los dragones que salía de sus labios fríos y temblorosos—. En nombre de la identidad que me fue otorgada por Kyrhoinën y por la autoridad que mi naturaleza me confiere, te invoco.

El ekrenso vibró durante un instante. Su espalda encajó mejor entre las grietas de la corteza y se oyó suspirar de alivio. Estaban respondiendo.

—En nombre del alité que Kärkeieen legó a sus hijos, giakyren y alkyren, te llamo.

No hubo crujidos, ni siquiera un ligero cambio en el aire a su alrededor, pero supo que estaba ocurriendo. Las ramas descendían con calma, siguiendo el ritmo de los latidos que pulsaban desde su corazón y eran advertidos por el árbol, y anclaban sus extremos a la tierra, bajo la fina capa de nieve.

—En nombre del legado de Surtsalièn, te reclamo.

Todas las ramas habían descendido y formaban una celda a su alrededor. Senna alcanzaba a notar las gotas de sudor que descendían por su espalda y el ardor de sus marcas. La imagen de la ceniza roja destelló en su mente. Por un instante, dudó. Tenía la opción de hacer una pregunta a los seres ancestrales y solo una palabra acudía a su mente.

—Muéstrate, alité de Asakem, con el esplendor con el que llegaste a mí, y responde.

Alejó las manos de su pecho. El brillo de la llama iluminó su rostro atemorizado y el temblor de sus dedos hacía que las sombras de las ramas danzaran a su alrededor. Frente a sus ojos resplandecía el azul de los traidores, el fuego de Anukig que se había extinguido antes de que ella naciera. Repasó las palabras de su aliklivá y se preguntó si tendría que repetirlo nombrando a Vanihèn, dragón de los indignos, y si aquello le devolvería el fulgor rojizo que le pertenecía.

Unió sus palmas, ahogando la representación. Se incorporó mientras el árbol a su espalda recobraba su forma rígida e inflexible y giró sobre sus talones desnudos para verlo.

Su alité, el ardor que compartía con los dragones protectores del continente y que determinaba su existencia, la había marcado como alkyren de Anukig, y entendió el peligro cuando las últimas ramas encontraban su lugar: sobre la persona cuyo cometido era velar por su alité caía también la responsabilidad de no perder el poder de su nombre. Si su algam deseaba mantener su prestigio, no podía existir, ni en Alkaham ni en la Tierra, un alkyren enlazado a las montañas heladas de Anukig.

Senna no podía existir.

Senna no podía existir

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Susurro de fuego y sombras (Legados de Alkaham #1)Where stories live. Discover now