1. Última tarde en la Sky Tower

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—¿No hay otra opción? ¿Otro compañero que prefiera irse antes que yo? Que España es un país muy bonito para un extranjero, de verdad. Seguro que lo disfruta más que yo.

Y su jefe volvió a negar rotundamente por cuarta vez en lo que llevaban de conversación.

Y Agoney decidió que aquel día era el peor de su vida.

Todo había empezado por la mañana, cuando, nada más despertarse, contempló las nubes oscuras que empezaban a inundar todo el cielo. No le dio demasiada importancia porque, venga ya, en Auckland no llueve en febrero. Y una mierda: nada más salir de casa, la lluvia empezó a caer sobre él, quizás como augurio de la desgracia que le iba a ocurrir cuando llegara a la oficina.

Como cada mañana, se detuvo en el Al's Deli de Queen Street, donde Luke le sirvió con una sonrisa —como siempre— su orden habitual: un bagel y un café con leche de soja. Se permitió distraerse un poco más de la cuenta mirando sus redes sociales, cosa que, habitualmente, no hacía. Al menos hasta que lo dejó con Chris.

Christian apareció en su vida en cuanto llegó a Nueva Zelanda, literalmente, pues fue el responsable de su traslado desde el aeropuerto al que sería su nuevo hogar. Y a Agoney, con sus veintidós años, le pareció la persona más guapa que había visto nunca. Por esa razón, y quizás por el miedo a la soledad en un país que se encontraba a veinte mil kilómetros de casa, el canario pidió al muchacho que intercambiaran sus números. El contrario aceptó sin dudarlo y prometió llamarlo pronto, dejando a un Agoney con una sonrisa estúpida entrando al que sería su nuevo hogar. Su primera cita llegó apenas tres días después cuando, con la excusa de ver la lluvia de estrellas que tendría lugar aquella noche, Christian lo invitó a visitar las montañas de nombre impronunciable, las Waitakere.

Aquella noche fue mágica, aunque quizás el problema estuvo en que todo pasó demasiado rápido. Un primer beso desprevenido como deseo pedido al ver una estrella fugaz. Un primer ¿vienes a casa? tras unas copas de más en el centro de la ciudad. Un primer te quiero en la cima de la Sky Tower donde, dos años después, su novio le pediría matrimonio. Una primera sospecha cuando, al despertar a la mañana siguiente, vio por error un mensaje demasiado subido de tono para tratarse de su mejor amigo. Sospechas que se sucedían cuando Christian empezó a llegar tarde a casa con excusas que ni él se creía.

Así fue cómo, apenas una semana antes de enterarse de su eminente traslado a España, Agoney descubrió a su novio y a su mejor amigo Dylan follando en su propia cama.

Agoney odiaba el desorden, siempre lo había hecho. Pero aquel día, su odio aumentó considerablemente. No odiaba a Christian, no podría odiarlo nunca, pues fue su primer amor. Tampoco odiaba a Dylan, en absoluto, siempre lo había ayudado en problemas que pensaba que no tendrían solución. Agoney no odió la infidelidad, odió el desorden. Odió el desorden que supuso tener que buscar una nueva vida cuando ya lo tenía todo planeado: casarse a los 25, comprar una casa a los 30, adoptar a los 35. Odió con todas sus fuerzas que aquella infidelidad sacudiera su vida como un huracán, aunque odió más el hecho de no sentir nada de dolor por tener que abandonar al que había sido el amor de su vida. Algo dentro de él le decía que, de alguna forma, aquello estaba bien, que supondría que algo bueno iba a venir después.

Aquella fue la primera vez en que Agoney, sin ni siquiera saber por qué, se dejó llevar por aquella sensación tan extraña.

Y, de alguna manera, se sintió libre.

Se sintió tan libre que se permitió coger el coche y poner rumbo a Tauranga, un pueblecito costero a dos horas de Auckland. El canario se dirigió a la costa, sin importarle que fueran casi las diez de la noche, porque amaba el mar, porque siempre lo había relacionado con la libertad. Porque sabía que el mar le aportaría la paz interior que necesitaba en aquel momento.

Aunque tú no lo sepasWhere stories live. Discover now