CAPÍTULO 46: NASTIA

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Nastia jamás se había enamorado.

Tenía incontables siglos de experiencia a sus espaldas y jamás había sentido amor por un hombre. (Ni por una mujer, todo sea dicho.)

Sí que una vez hubo un joven mago que supo ver más allá de esos perversos ojos negros como la muerte. Él la amó, pero era mortal y frágil como una rosa entre la nieve. Tanto tiempo había pasado que ya no podía recordar su nombre o su voz, pero sí recordaba sus ojos: Dos grandes ojos azules llenos de vida que con el paso de los años se marchitaron y murieron.

Había un dato irrefutable que jamás se había atrevido a cuestionar: Ella no estaba hecha para amar. No, ella estaba hecha para devorar almas, salvaguardar bosques, devorar niños y actuar con crueldad cuando alguien se atreviera a desafiarla. Porque ella no era una diosa, pero tampoco era una bruja al uso. Ella era Baba Yagá, la Dama Blanca de pata de hueso, el custodio de la muerte. Un desdichado y solitario ser de alma inmortal que por mucho que intentase cambiar, por mucho que intentase limpiar su negro corazón seguía siendo un monstruo para asustar a los niños cuando se portaban mal.

En cambio Anteros...

- Iremos volando, - dijo con una voz grave y cálida que logró reconfortar cada pequeña parte de sí. - Yo la llevaré.

- No. - se negó Nastia tajantemente agarrando su bastón con fuerza. - Yo viajo sola. Y viajo a mi manera.

Mientras Nastia planteaba su rotunda negativa, se permitió observar al dios una vez más.

Las poderosas alas de plumas blancas y plateadas rodeaban sus largas y fuertes piernas protegiéndolo de las corrientes de aire frío. Quizás su piel era tan blanca como la de Nastia, pero pese a ser tan blanca como el mármol cincelado, tenía destellos dorados como si hubiese sido espolvoreado con la propia luz del sol; por el contrario la de ella parecía la piel de un cadáver listo para ser sepultado. El corte militar de su cabello rubio ceniza y la crudeza de sus facciones era un claro vestigio de su condición de guerrero. Pero sus ojos...

Sus ojos no era azules como los de aquel mago mortal que le entregó su amor muchos siglos atrás y no recibió nada a cambio. No eran ni parecidos a los de Nastia, tan negros como la obsidiana pulida. No, sus ojos eran dorados y brillantes como el mejor oro de un antiguo Zar ruso y rebosaban vida. Una vida eterna. Y rebosaban amor. Amor para aquel que lo quisiera reclamar.

- Permítame que estropee sus ilusiones, pero no podemos ir a nuestro destino montados en una casa con patas de gallina, - se burló sin eliminar esa seriedad de su regio rostro.

Una fuerte ira afloró dentro de Nastia. Su insolencia pedía la liberación de sus más primarios instintos, pedía que se convirtiera en ese monstruo con el que los niños rusos tenían pesadillas; esa parte oscura de sí misma que gracias al paso de los años había logrado enterrar en lo más hondo de su ser. Pero, después de siglos de autocontrol, dominar su temperamento no era un gran problema.

- Está bien, pues - terminó cediendo mientras apretaba el agarre de su vara negra para calmar los nervios. - Viajaremos a tu manera.

Anteros, complacido por salirse con la suya, le regaló una amplia sonrisa tendiéndole una mano a modo de invitación silenciosa. Nastia se deshizo de su bastón convirtiéndolo de nuevo en el anillo que acostumbraba a llevar. Se sintió desnuda sin su arma, aunque era un sentimiento completamente estúpido; Si quisiera podría borrar a cualquier dios Olímpico de la faz de la Tierra (más fácilmente incluso si hablaban de uno menor como Anteros.)

Aun así, su mano amenazó con temblar al agarrar la mano del dios. Un escalofrío le recorrió toda la espalda con el primer contacto. Su piel era cálida, casi reconfortante al tacto. En cambio la de Nastia era fría, desalentadora.

LA HEROÍNA; HÉROES DEL OLIMPO ▪Leo Valdez▪(N°3)Where stories live. Discover now