En el camino del tigre (CAPÍTULO 3: Desilución)

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Apenas en la mañana le había venido la idea de guardar sus pertenencias en los sacos, sin embargo, estaba muy decidido, como la mano de un poeta enamorado, a salir ese mismo día de Santa Ana, casi corriendo, por el mismo camino por el cual llegó una noche clara de mayo.

—Tengo razones de sobra para creer que todo ha pasado —pensaba el pobre Humberto, conteniendo su descontento—. Que sus pasos son lejanos, a cordilleras de distancia de donde yo estoy ahora. Que de ninguna manera mi imagen está guardada en su memoria.

La mula estaba muerta a un lado del camino y mientras, el sol bajaba y su corazón se arrugaba por los recuerdos. Aquella noche, en el mismo camino, se la pasó orando todo el rato, pidiendo protección para no ser asesinado por un espíritu. Las carretas no pasaron, ni los mineros regresaron a casa, justo como los guías le dijeron que pasaría. Humberto tuvo que estar solo, asustado, mientras sentía clavado los ojos afilados de un tigre, deseando adueñarse de la sangre que estaba atrapada en su cuello blanco.

Santa Ana estaba a doce horas a pie del Valle de Osorio y fue el lugar a donde lo enviaron, luego de terminar la carrera de medicina, sin medio en el bolsillo.

—Nosotros pagamos tus estudios —dijeron sus padres—, más nada. Tú busca la manera de no morirte de hambre antes de terminarlos.

Sin saber aún cómo, el buen muchacho lo había logrado. Cinco años pasaron y en ese momento serían probados, en un pueblo de indios sabios y haciendas de algodón.

No fue necesario que lo presentaran, pues a los tres días ya lo conocían hasta los niños que espiaban a través de las ventanas. Humberto Jiménez Rodríguez, un muchacho rico venido de Nueva Granada y que había estudiado su profesión en La Plata, que sabía cómo arrancar las muelas con una tenaza y cómo calmar la gripe con un agua de Dios te salve.

Las muchachas lo observaron durante días. Su traje de domingos que estaba comido por las polillas, el sombrero abombado que le cubría el cabello dorado y la bufanda vieja que se apretaba al cuello cuando le dolía la garganta o se le agudizaba la ansiedad.

Entre esas muchachas se le acercó una de ojos claros, con el cabello negro como las noches desesperadas de Nueva Segovia y un vestido de flores que parecía un mantel sacado de casa de ricos, en el barrio Alameda de Osorio.

—Necesito que me ayude, doctor —dijo ella sentada frente al escritorio de Humberto.

—Dígame y veré qué puedo hacer —dijo entre dientes, levantando su mirada.

—Mi problema es que estoy enamorada de un hombre, pero no sé si él va a fijarse en mí cuando se lo diga.

—Señorita, mi trabajo es un asunto serio —le aclaró después de levantarse—. Sé que la gente de este pueblo me ve como un curandero más, pero no es así. Si en realidad no le duele nada, será mejor que se vaya. Soy médico, demonios, ¿acaso tengo cara de cura?

—¡Vió! ¡Tenía razón!

—¿A qué se refiere?

—Se lo dije y me trató con patadas, como si no valiera la pena para un hombre elegante... para un hombre como usted.

Humberto se acercó a ella e intentó calmarla, pero eso era justo lo que Minerva había planeado. Los hombres decentes se dejan llevar fácilmente cuando su honor es puesto en duda, cuando a su perfección fingida se le revela el barro.

—No lo tome de esa manera. Si el hombre no la quiere, busque otro que la quiera y ya.

—¡No me entiende, Humberto! ¡El hombre que quiero es usted!

Minerva salió corriendo del consultorio, con lágrimas genuinas en sus ojos, mientras Humberto caminaba de un lado a otro, sudando, sin saber siquiera por qué estaba tan preocupado.

La miraba cada mañana cuando quitaba los candados y al mediodía cuando el sol ardía y él abría la ventana para que entrara la brisa. Ella murmuraba con las muchachas, o fingía hacerlo, cada vez que lo veía pasar.

Se alejaban de él cuando iba por las compras al mercado y en las reuniones los padres de las señoritas no se reían cuando intentaba bromear con ellos. El frío silencio que le habían impuesto sólo podía ser mantenido por gente de pueblo y entre todos ellos sólo había uno que le estrechaba la mano.

—No se preocupe por la loca esa —dijo el muchacho a Humberto en una fiesta— ni por ninguno de los demás. Es costumbre de los ignorantes fingir que lo saben todo, creerse superiores.

Enamorado, sin nadie de quién estarlo, Humberto no obedeció el consejo, lloraba en las noches solitarias en su cuarto y se quedaba mirando el atardecer a través de la ventana.

Su único amigo era el Padre y con él conversaba por horas cuando se iba a confesar. La tarde antes de su partida, lo encontró con un cofre en la mano, metiendo dentro de él los grillos que cubrían como una alfombra verde el piso de la iglesia.

—Si quiere agarre una caja y empiece a hablar —dijo el Padre amigablemente—, así ahorramos tiempo los dos.

Humberto recogió los grillos y, después de atrapar a la mayoría, el Padre los echó a freír en un sartén, como había aprendido con la tribu Guamane.

—No entiendo, hijo —le dijo el Padre con confianza, mientras las patas de un grillo se le atoraban entre los dientes—. ¿Tú piensas devolverte a tu tierra porque una mujer te hizo una rabieta?

—No es eso padre —dijo Humberto, pasando la mano por sus ojos aguados—. Cuando uno está lejos de casa, todo es demasiado emotivo. Mi madre, mi padre, ellos nunca demostraron afecto hacia mí, pero esa mujer, sin haber hablado conmigo, estaba enamorada.

—¿Y tú crees que eso es amor? —preguntó el Padre con cierta duda en su voz.

—Si no es amor, Padre —dijo Humberto—, no estoy seguro de lo que el amor es.

Humberto montó la mula y se marchó de Santa Ana, lejos de la vista de las viejas chismosas, por el camino largo. Llevaba demasiado equipaje atado al animal. La tarde lo agarró cuando la mula se desplomó en el suelo y sentado frente al sol somnoliento, a un lado del cadáver, pensó en el amor que había dejado pasar por haber maltratado a Minerva.

La soledad, con la distancia se hace más temible y estando cerca no puede ser soportada. La soledad de Humberto no le permitió regresar nunca a Santa Ana y fue un doctor muy callado en los pueblos que recorrió hasta que lo vi caer en cama para morirse.

Diciembre, 2019

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