Lágrimas del Hierro (CAPÍTULO 6: Martirio)

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Miguel Antonio, el menor de los hermanos, había defecado en la letrina por primera vez. Tenía los párpados apretados como dos picos de tenazas y en su rostro se notaba el esfuerzo inmenso que hacía. Su mamá le estaba sosteniendo las piernas, mientras el resto de las mujeres de la familia aplaudían desde la puerta. El festejo era tan grande que llegaba a la habitación de Fabio y él lo ignoraba porque estaba comiendo una guayaba.

-Papá regresa en tres días -oyó decir a sus espaldas-. En vez de estar mirando al exterior a través de la ventana, deberíamos estar allá.

Alejandro tenía trece años y era muy alto, con ese aspecto de los varones cuando uno no sabe si son niños u hombres. Fabio tenía once y sus ojos parecían dos trozos de carne. Recordaba que había sido el único bebé, que sus tías le regalaban panes azucarados y café en tacitas pequeñas, lo disfrazaban de soldado y le inventaban canciones; por eso él se estaba tomando tan mal la llegada de Miguel Antonio y, cuando su padre no estaba ahí para prestarle atención, no podía dejar de llorar.

Alejandro se acercó a él y lo abrazó como sólo un hombre sabe abrazar a otro hombre que llora. Mamá estaba tan muerta que nada más recordaban su rostro por el cuadro que antes estaba en la sala. Ahora estaba esa muchacha nueva, la madre de Miguel Antonio y tenían que soportarla y fingir que todo estaba bien cuando papá iba al Valle.

-¡Ya está bueno! -dijo Alejandro-, sécate esas lágrimas o las niñas se burlarán de ti.

Sonrió y le devolvió el abrazo. Buscó un pañuelo y una cuerda y del almendrón del patio arrancó una rama. Ambos tomaron una buena muda de ropa del cajón e improvisaron un saco. Salieron corriendo por la puerta del frente, la que siempre está cerrada.

-¡Seremos rateros! ¡Seremos rateros! -gritaba Fabio, emocionado.

En la escalera de la iglesia esperaban los que habían ido a misa de cuatro, porque un perro endemoniado había entrado, persiguiendo a una gallina gorda. El monaguillo intentaba atraparla para la cena, pero se le metía dentro de la bata, mientras el Padre oraba en latín y le echaba agua bendita al perro.

Los niños con sus trajecitos no podían contener la risa y las niñas vestidas de novia en varias ocasiones le hicieron ojitos de inocentes a los hermanos rebeldes que huían, pero Alejandro no hacía caso a lo que pasaba.

Fabio vio que Saúl el panadero estaba distraído. Se le acercó por la espalda y le puso la pistola en la parte de atrás de la cabeza.

-¡Llénenos un saco de pan! -dijo poniendo grave la voz.

-Y no se olvide de los polvorones -agregó Alejandro.

-¡Menudos ladrones! -exclamó el Señor Saúl y al voltear y reconocerlos se puso a reír.

La pistola era una vara. Tomó una bolsa y obedeció la orden. Tuvo que decirles a unos jóvenes que los polvorones se los habían robado, pero nadie comprendía por qué el robo le causaba tanta gracia.

Los niños se sentaron frente a la casa de la señora extraña que le daba miedo a Fabio cuando era más chico. Alejandro echó una mirada y confirmó que estaba vacía. Se quitaron la ropa que les sobraba y corrieron descalzos, con la cara llena de migas y azúcar.

Santa Ana en la tarde era hermosa y roja, los muchachos pudieron verlo por primera vez. El encierro que Fabio había vivido fue el mayor de los castigos, se aborrecía a sí mismo, a su apellido y la carga que le había impuesto. No correr, no reír, no llorar... Príncipe de cristal que con el frágil aleteo de una mariposa vieja se podía quebrar. Era difícil ser un Hierro.

-Quiero ir por guayabas -dijo Fabio, mientras se limpiaba el sudor de la frente.

-¿Tan temprano y ya quieres regresar a casa?

-Nuestro patio no es el único que tiene matas de guayaba -afirmó el pequeño.

Sus matas eran de las pocas en las que no crecían llenas de gusanos. Alejandro complació a su hermano. Llegaron a una casa y Fabio cruzó primero. Alejandro se quedó vigilando desde la cerca.

-Están dulces -dijo con la boca llena-, como mermelada.

Alejandro estaba en silencio. Al terminar Fabio tenía muchas frutas en las manos. Se lanzó al suelo y se raspó las rodillas. Recogió las guayabas llenas de polvo y le dió la parte a su hermano.

-¿A dónde creen que van, ladrones? -preguntó la voz de un hombre.

Eran Manuela La gata y su novio Rómulo, el que tenía un feo bigote de quinceañero y aún así ella lo seguía como una tonta muda.

-No se van a ir así después de robar en casa de Tía Jubilina.

-Déjanos ir, Rómulo.

Alejandro se puso al frente, intentando proteger a Fabio. Le dijo a los novios que les devolverían las guayabas, pero les pidió paciencia.

-¡Cállate, enano! -Rómulo se acercó a Alejandro y le puso una navaja en el cuello-, mira que ésta corta.

Fabio le gritó que lo soltara y su voz fue oída por un vendedor ambulante que andaba por ahí.

-¡Demonios! -dijo Rómulo cayendo en cuenta-, no son ladrones. Son los hijos de Alfredo Hierro.

Los novios soltaron una carcajada y le hicieron señas a los niños para que se fueran en paz.

-Ahí van los huérfanos -dijo la gata luego de que los niños se marcharon.

Fabio lanzó una piedra y le pegó a la gata en el pecho. Rómulo, enfurecido, tomó una piedra del suelo y la lanzó. Aunque los hermanos iban corriendo, se la clavó como una bala en la cabeza a Fabio. Saltaron la cerca y entraron a casa de Tía Jubilina. Alejandro puso la mano en el suelo y confirmó que el líquido oscuro que se mezclaba con la tierra era sangre.

-Quédese tranquilo, muchacho. Yo me encargo de esto -dijo el vendedor ambulante a Alejandro. Le dijo que se bañara en el río y botara lo que llevaba puesto.

Alejandro se quitó la ropa y el frío abrazó su cuerpo desnudo. La tela cubierta de sangre estaba entre los matorrales y al abrir el saco encontró por error la ropa de Fabio y lloró.

El hombre llevó el cuerpo a la casa y contó lo que había presenciado. La mañana siguiente llegó y aún no había aparecido Alejandro. Alfredo había regresado en medio de la noche y despertó al carpintero para que le hiciera un ataúd a la medida y mandó con solemnidad que le fuera puesto el traje que usaría en la primera comunión.

Durante el velorio, Miguel Antonio defecó en la letrina por segunda vez. Su mamá le sostenía las piernas y el resto de las mujeres de la familia aplaudían desde la puerta.

Alejandro entró por el agujero del techo a la sala de la iglesia donde el Padre guardaba el vino. Tomó una y caminó con su ropa elegante por la calle de Santa Ana, a la vista de todos, bebiendo directo del pico de la botella.

Entró por la puerta de la cocina y las empleadas se sorprendieron. Se tambaleaba como si andara por un campo de terremotos, como los borrachos de la placita que se ríen de los demonios, y al llegar a la sala donde estaba el cuerpo, gritó:

-¿Por qué están llorando? Hay que celebrar, porque hoy nos vemos, pero mañana no sabemos.

Al inicio hizo un baile triste, moviendo como ramas sus brazos caídos. Después saltó como un payaso y empezó a contentar a los demás, hasta bailó con la madre de Miguel Antonio. Todos se reían y celebraban, excepto Fabio, que por obvias razones no se pudo levantar.

Diciembre, 2019

La Vieja VidaWhere stories live. Discover now