Dos sombras (CAPÍTULO 4: Pecado)

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El conjunto de las virtudes que llaman educación ha venido a ser la vestimenta que con paso de morrocoy y fuerza de moribundo ha intentado sin éxito cubrir la parte peluda y cazadora de todos los hombres; por eso, al transitar las calles empolvadas y darse cuenta de los trucos y las malas costumbres de las personas que viven dentro de las casas de techos rojos, aunque uno ande avergonzado, pidiendo pan, o con una corona sobre la cabeza, siempre dirá "Buenos días", en vez de cantar la verdad, ¡Que bien portado su hijo! En vez de desear la muerte del duendecillo desatado, ¿Es nuevo su vestido? Aunque se lo ha visto puesto en el cementerio, en el mercado, en bodas y bautizos. El sol me despierta cada mañana y yo no me quejo. Hace años me levantaba a las tres de la tarde y no conocía el secreto de los ancianos, si empiezas a trabajar antes del amanecer, puedes pasar toda la tarde echado. Ahora, sea una rama rompiéndose o el canto flojo de un pajarillo madrugador, el primer ruido del día me levanta como si fuera un cañonazo. El café me calienta el estómago y devuelve a mí las ganas de vivir. Si hubiera tenido café en ese tiempo de luchas, me hubiera servido de mucho. Sin embargo, en mi edad tranquila, no es más que una poción dulce y mis campos de batalla son los campos de maíz que ya están secos y muertos. Los hombres han vivido en la hipocresía de la civilización y pocos han decidido enfrentarla. Ellos no son libres, ni reales, y solamente se muestran a la luz en la intimidad de sus habitaciones, con sus mujeres o en la terrible sangría de la guerra. La guerra. He buscado maneras de negarles a esos años que regresen a mi memoria, pero ellos se resisten y yo los sufro, tomo entre mis manos las espinas y los pies cercenados por los sables. No tenía la edad necesaria para hablar en la mesa de los hombres, pero bastaba y sobraba para matar a los servidores del pavo real y sacarle las tripas a los traidores en la matanza, como si fuesen reses engordadas para festines de bodas y con las patas atadas y alzadas como lápidas de mártires. Durante muchos años he pedido castigo, en especial para Álamo. Con mi matatoros y la pimentera y las otras armas que guardé, planeo hacerle pagar y así me desligaré de los disfraces que me ha impuesto la vida. Las garzas caminan delicadas sobre la laguna quieta, como si en la velocidad y el descuido fueran a mancharse las plumas. Pichirre les canta a las vacas canciones de amores, para que estén tranquilas mientras les soba las ubres. El pelirrojo vino con el ganado de Mejías, para compartir de nuestros pastizales con los animales hambrientos. El viejo no está en condiciones de tomar las riendas y los vicios de sus hijos en la vieja tierra han hecho que ya no quede más oro para sacar del pozo. ¿Quién lo hubiera imaginado? Haber abandonado primero la casa quieta, después la ciénaga aquella, y conformarme con la vida del llano. Cambié las lanzas por los aguijones de picar y dirigir las vacas marrones, los fusiles por los lazos. Cuando suena la campana, ya no espero una emboscada ni me oculto bajo tierra, pues no es otra cosa sino el aviso acostumbrado de que el almuerzo está listo y puesto en la mesa. La blanca natilla, los aguacates, la carne asada y los huevos recién puestos. Siempre me pregunto por qué Alejandra no habla. Cuando los cerdos le tocan la ventana, cuando los cuervos la miran bañarse y la desean, cuando Carlota la maltrata, siempre calla. A veces me olvido de lo que siente por mí, porque ella nunca me lo dice. Yo no pido castigo por lo que le hizo, pero sé que hay un culpable que la ha hecho ser así. Su habitación vacía al amanecer me hizo darme cuenta de que no me equivocaba. Recogió sus prendas, apagó las velas y su rosario de madera también se lo llevó. Tal vez no debí haberla tratado de esa manera. Con una botella de vidrio verde en el centro de la mesa y cinco vasos repartidos, disfrutamos la última noche. Nos lavábamos el barro en casa de nuestros padres, se vendaban las heridas que estuvieran muy vivas, pero a las más simples las curaban con un chorro de ron y palo por el camino viejo. Bebíamos en las mismas tabernas y no era algo extraño que gente de uno y otro bando nos sentáramos juntos. Raro e incorrecto fue lo que hizo Álamo a Alejandra y hasta este día no lo comprendo. El flaco está muy viejo para esto. Después de tantos años que lo he visto pasar frente a la casa, sobre su caballo, metiendo la mano en el bolsillo como si empuñara una pistola y echando una mirada amenazante. Esperaría que algo pasara si la primera vez hubiera hecho algo, aunque sólo hubiera tocado la puerta de forma amenazante e insultado el día de mi nacimiento, pero ya no le alcanza el cuerpo para venir a cobrarme. Estoy acabado. Mi hijo me lo ha dicho muchas veces, "Deje las cosas como están". Pero ya se hizo, el mensajero ya salió a aquella casa. Le di cinco centavos y a su mamá regalé quince gallinas y un gallo, porque me prometió que no se marcharía del corredor ni dejaría que le corrieran hasta que Álamo le abriera la puerta y que aguantaría puñetazos por mi causa. Estaba parado allá, con frío. Un palo de agua le cayó encima y no se movió. Parece que no perteneció a ningún batallón. Su mula tenía atado un cuatro que se inundó por dentro y casi lloró delante de mi presencia cuando me dijo"Un duelo". Envié siete criados para que lo interrogaran y le revisarán con las manos si tenía pistola o puñal. Estaba limpio, pero a ninguno de ellos quiso decirle qué había venido a hacer a casa del Álamo, mi casa. Pensé que le había dado una fortuna, "Cinco centavos y unos pájaros"; le pregunté qué había despertado el arrebato de su patrón, "La locura". Álamo nunca ha sido un guerrero, pero se defiende como el ladrón vulgar que es; él me robó, como si yo hubiera estado cedado entre las aguas. Tres balas él y tres balas yo. Seis balas decidirán lo que nuestras amenazas no han podido acabar. Lo cité en la calle principal, la de los almendrones, para que no anden diciendo que nos matamos como los cobardes, que escondimos a nuestros empleados detrás de las matas para que acribillaran al enemigo, o como las mujeres, envenenando nuestras copas de vino. Supongo que Alejandra se habrá enterado al momento. ¿Le importará la sangre y el tiempo o la tinta y el polvo? No puedo rechazar el desafío. Defenderé lo que he ganado con mis tiros. El flaco empezó todo esto y ahora vamos a ver, a veinticuatro pasos de distancia, quién tendrá la razón y chocará las palmas y a quién pondrán tieso sobre una mesa, con un pañuelo sobre los ojos.

Aunque el deseo de matar al otro no es la intención de ninguno de los dos, ahí están. Con las pistolas en las manos, parados con una ridícula pose, siendo vistos por muchos y con la inconfundible certeza de que había otras maneras de acabar.

El flaco y Álamo han estado huyéndose, como huyeron las mujeres de la iglesia cuando terminó la plaga del cólera y el padre disfrazó a los hombres curados de demonios rojos y los echó de la iglesia a palazos, sin haber avisado a la congregación, para que cuando ellos se fueran del pueblo se llevaran lo que quedaba de la enfermedad escondido entre los rabos.

Alejandra está en la casa y reza por ambos, mientras ve el cielo, desesperanzada. Un ave colorida lo recorre llorando y la mujer sabe que la disputa de años se ha terminado. Ya no encuentra más palabras para rezar. Nadie toca su puerta ni le da noticias.

En la mañana, al despertar, una taza de té de hojas de guanábana está puesta sobre la mesita y ella la bebe, sin saber nada. La pócima no surte efecto y al mirar por la ventana observa al enterrador, con su pico y su pala puestos en los hombros y, en la mano, la botella de vino de cien años que Álamo escondía debajo de la cama.

—¡Ponle una sábana a la pobre! —Ana, ofuscada—, cierra la ventana y hazme el favor de quitarle ese rosario de las manos.

Enero, 2020

La Vieja VidaWhere stories live. Discover now