Las Turas (CAPÍTULO 8: Aliento)

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El Piache había prohibido que nos transformáramos en pájaros, pero hoy sí podemos, porque es noche de fiesta.

Su decreto fue visto con sorpresa por la gente de la tribu, aunque todos sabíamos que era justo, teniendo en cuenta lo que pasaba allá abajo.

La desafortunada llegada de un grupo de brujas de las islas tenía al pueblo alborotado y, para asegurarse de no ser visitados por ellas nuevamente, al ver cualquier ave extraña caminando, las golpeaban con garrotes y varas.

Era fácil reconocer los rostros maltratados al convertirse en mujeres y con piedras en mano las echaban del pueblo; por lo tanto, más que una prohibición fue una medida para protegernos.

Es noche de fiesta. Nuestras fiestas no son como las de aquellos. Los blancos acostumbran mostrar sus sonrisas falsas en la calle y a la luz de las velas cantan aburridos, con sus manos pálidas cubiertas de polvo y sangre y las muñecas y los cuellos de sus mujeres adornadas con cadenas y vueltas de perlas.

Los negros son más libres, como si la piel oscura y quemada por el sol los hiciera fuertes desde pequeños, como si sus cuerpos estuvieran hechos para soportar el trabajo del campo y el castigo de la esclavitud con dignidad y burla. Pero en sus reuniones los negros son desordenados, se golpean entre ellos y gritan muy duro y danzan al son de los tambores como si golpearan el aire. Hoy es noche de fiesta y no nos entregaremos a esos bochinches.

De entre los árboles del monte salen corriendo los majestuosos venados y del cielo bajamos los pájaros libres. Al pisar la tierra armamos un círculo de hombres y mujeres callados. El Piache está sentado debajo del árbol desde hace tres días. Nadie lo ha molestado. Su tocado de plumas le cubre el cabello y ha estado dormido, escuchando lo que el Dios del cielo le susurra al oído. Abre los ojos y nosotros esperamos.

El fuego se enciende debajo de sus pies. Los otros hubieran pensado, por la serenidad de nuestros rostros, que nada pasa, pero la flama en nuestros ojos es suficiente felicidad para nosotros. Ni siquiera necesitamos sonreír.

El Piache toma los cachos de venados, las maracas, los palos y las Turas y los reparte. Los más pequeños tocarán las palmas al compás.

Pone la Tura Macho entre sus labios y sopla un silbido agudo. La bisabuela se levanta del suelo sin ayuda, alza las manos al cielo sin quejarse y aplaude. Palmas al aire, palmas en el corazón.

Los niños la miran y se contentan, corren al rededor de nosotros, sin temor a la sombra que nos rodea, más negra hoy de lo que está cada noche.

Los cráneos de venado sueltan un silbido más grave y profundo. Los guerreros los alzamos con orgullo y agradecimiento, porque el Dios que está en el cielo los acercó a las puntas de nuestras flechas.

Las mujeres están contentas con las lluvias de estos días y las niñas a las que el cuerpo les empieza a florecer menean con ellas las maracas.

Los que estuvieron enfermos están fortalecidos, no tuvieron que lanzarse desde el borde de la cascada para evitar la enfermedad y ahora chocan sus palos con regocijo.

La noche pasa y nosotros reímos y bailamos al son de las Turas. El Piache está de pie frente a nosotros y al bajar la suya nos da a entender que ya es suficiente. No nos quejamos, porque hemos estado toda una noche con el verdadero Dios del cielo.

—El Dios está contento porque rechazamos los muñecos de yeso —dice el Piache, mientras nos lanzamos al suelo—. No hemos conocido todo de Él, pero ese día llegará.

Devolvemos los instrumentos. Nos recostamos en la tierra fría. Dormimos. Cuando sale el sol, todos despertamos y nos vamos por distintos caminos y esperamos en silencio y cansados hasta que la siguiente fiesta llegue.

Diciembre, 2019

La Vieja VidaWhere stories live. Discover now