Margarita Falcón, la veladora (CAPÍTULO 9: Renuevo)

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Ella se estaba preparando para el suceso. Subido en el banquillo de madera, estiró la mano que sostenía la soga y ató el nudo, bastante apretado. Perdió el aliento muy rápido, quizás por el extraño calor que hacía, pues el clima rebelde no entendía que eran los últimos días de diciembre. Sus manos le picaban por la textura rasposa y la intensidad de la luz le molestaba en los ojos, como si todos los ángeles del cielo estuvieran viendo cómo colgaba la hamaca e intentaran confundirlo y juzgarlo, con su luz amenazante.

Se acostumbró rápido al hábito de la siesta, ahí donde la brisa no se hacía de rogar y barría lejos la tortura del sol, que los hería enterrando sus uñas filosas a lo más profundo, ahogando incluso los recuerdos callados. Si preguntaban por él a esa hora, decían que sí estaba y al instante los corrían, a quienes fueran, porque en el tiempo en que debía dormir no cumplía obligaciones de doctor.

Margarita esperó que se sentara. Cortó los gajos de naranja en la cocina, recorrió la casa con la bandeja en las manos y al llegar a su tumba lo encontró echado, con la boca abierta como una zanja de cadáveres. Prefirió no despertarlo y observó durante unos segundos su rostro arrugado y maltratado por la vida.

Ella podía notar cuándo un paciente se le había muerto y cuándo le quedaba muy poco qué hacer para mantener a alguien vivo de este lado. Después de todo, lo había conocido hace un año y esa fue la expresión que le vio, cuando no pudo salvar a su padre de la inflamación del hígado que lo agobiaba y la retención de líquido que estaba a punto de hacerlo reventar como un tomate aplastado en la pared de un teatro mediocre y tuvo que salir del cuarto para decirle que se preparara. Esta vez había algo distinto, aunque la expresión que mostraba era similar; una máscara de tristeza que muchos confundían con el profesionalismo de su arte de cuchillos y vendas, como si fuera verdad que el hombre pierde la sensibilidad por la costumbre.

Parecía ser una ballena flaca que estuviera varada en la hamaca. Sus zapatos sucios con tierra y sin forma de lavarlos, el traje que tenía más aire que carne. Margarita acostumbraba verlo así siempre. Sintió un poco de temor al acercar la mano para acariciar su cabello, como si fuera a pasar cualquier desgracia al tocarlo. Puso el primer dedo y al instante él movió el rostro hacia el suelo y vomitó sangre.

—No dejaba que le diéramos la vuelta —comentó al invitado—, decía que si lo enderezaban se ahogaría como un pescado en tierra.

Esa misma noche, acercó una silla a un lado de su lecho y se puso a tejer, para no perder el tiempo sin hacer nada. Creía ver a una de las sirvientas que le hacían la ropa a la señora en su casa. Un balde en el suelo recibía sus expulsiones y él recordaba cuando su mamá hacía que le dieran purgantes que lo obligaban a botar puré blanco por la boca. Pidió que le tomaran la temperatura cada hora y Margarita mandó que se escondiera cada reloj de la casa, para que el doctor no notara el paso del tiempo, no se torturara con el constante mover de las agujas, y se fuera en paz. El reloj de la sala de su infancia tenía doscientos años y el mecanismo era de siete mil pequeños engranajes dentro de un ataúd de madera. En el compartimiento del péndulo él se escondía para que no lo vieran y en lo oculto ser feliz.

—¿Sabes algo mija? —preguntó el enfermo a Margarita—, si uno supiera lo que hace cuando se aleja, lo pensaría dos veces.

En sus tiempos de estudiante, intentaba que lo invitaran a comer en una casa diferente cada día, aprovechándose de unos encantos que eran tan poco suyos. Se sentaba contento en las escaleras, con su cinturón que ya tenía demasiados agujeros, a esperar que abrieran la puerta. Sin embargo, extrañaba estar en esos escalones, con Maite y con Fernanda, comiendo panecillos y cortando flores para ellas, su primera amada y su amiga, porque si la plata no le alcanzaba para las comidas, mucho menos para comprarles perlas. Y ahora había perlas en la casa, sus sábanas no eran la ropa sucia del día anterior, le sobraba el alimento y no era uno de esos niños que veían a través de la ventana cómo él comía a la mesa, en sus ojos más dolor que envidia, y él presumiendo, con los diversos tenedores que metían las delicias en su boca.

—¡Bota todo lo nuestro! —le gritó a Margarita Falcón y con la voz más clara que tenía le explicó lo que pensaba, de dónde había salido y la contradicción que vivía al verse rodeado de objetos palpables que no le servirían de nada, cuando su alma desnuda saliera al aire disparada como un cañón arroja una bala, sosteniéndose de su último aliento de enfermo.

Margarita, complaciendo su capricho y con el deseo de salir de la habitación, recogió los bultos de lo que les sobraba y lo que les faltaba y los lanzó por la ventana que daba a la calle. Centavos de plata, sábanas de seda, una pipa de madera con la forma de la cabeza de un cura que le habían regalado en Nueva Segovia y otras reliquias ancianas.

Mientras las empleadas limpiaban el aire con el incienso, Margarita pensaba en qué flores llevaría a la tumba. Rosas, pensamientos, narcisos, crisantemos, ¿de qué color?

—Blancas como las del abuelo —decidió y le hubiera preguntado al enfermo, pero no podía hablar. Un trapo humedecido en su boca fue la forma que encontraron días después para darle agua.

Las puertas de la casa estaban abiertas. Margarita mandó a avisar en misa que podían ir a verlo por última vez, acompañarla a ella cuando se hubiera marchado, para no repetir la desagradable soledad intensificada del funeral pasado.

Unas cuantas mujeres pasaron a dar sus respetos, con muchos testimonios de milagros que el doctor escuchaba en silencio obligado y contradecía, filtraba y explicaba con la ciencia, en la serenidad de su mente. Cuando Valentina la loca entró, le sacó el paño de la boca y le echó agua con azúcar de un florero que tenía unas calas. Al momento, una risa terrorífica salió de la garganta atragantada del enfermo y Margarita tuvo que limpiarle la sangre de la cara con un pañito, porque quedó sucio, como un bebé bebiendo su sopa.

—¡Santa Ana era el sitio! —pensaba el doctor. En Maruto tenía buena reputación y aquí la gente lo valoraba un poco más, pero Santa Ana era el sitio.

Las mujeres empezaron a llorar con el último ataque fuerte de tos, pensando que se rompería el pecho o que con las sacudidas la cama se quebraría. Dos sostenían rosarios y decían palabras que ni ellas mismas entendían. Margarita le agarraba la mano y le susurraba ternuras, como si necesitara estar calmado para marcharse. El camino estaba lleno de antorchas encendidas, a los lados. El último hombre que atravesó el pasillo vio los candelabros en el piso, como si alumbraran el camino al muerto.

¡Santa Ana era el sitio! La vida no resultó tan mala en realidad. Margarita estaba sentada a su lado. La casa no era una cueva. Ciertas cosas que había visto atrás y que no le permitieron caminar en otro tiempo, podía verlas en ese momento de otra manera, tan lejanas y difusas. Con el tiempo la obligación le enseñó a amar... ¿Amar?

El hombre se sentó y observó cómo la sábana se levantaba y se hundía. Supo de inmediato que el enfermo no moriría esa noche. El café había hervido y la mujer no había llorado. La música triste se pintaba de otro color más compasivo, más brillante, porque de alguna manera todos sintieron lo mismo.

—¿Usted es Margarita? —preguntó el extraño invitado.

—Así me llamo —dijo la mujer, antes de cruzar la puerta para ir a la cocina, después de que el doctor se durmió, bastante calmado.

—Quédese tranquila —dijo, con el sombrero encajado en la cabeza—. No espere que el primo se muera. Todavía va a seguir con nosotros por un rato.

Margarita lo vio y no reclamó su comentario, pues en el fondo ella sentía igual.

—¿Se puede saber de dónde viene usted? —preguntó a ese hombre que no reconocía.

—Yo vengo de Santa Ana —le respondió, calmado.

—¿Y se puede saber quién es usted? —preguntó aún más tajante.

—El doctor me debe recordar, usted no—dijo el invitado, intentando ser misterioso—, a fin de cuentas, no se puede recordar lo que uno no ha visto. Si no fuera por mí, ya se habría muerto. Yo lo voy a ayudar a resolver el asunto que le falta.

Ella se estaba preparando para el suceso. El amor que sentía hacia el doctor sembró un deseo, que él pudiera regresar a aquella tierra a remediar lo que lo tenía atado. Tal vez él no era y la espera de Margarita iniciaría de nuevo. Su misma muerte era la que entristecía el rostro del doctor, y lo sabía, por eso ella se estaba preparando para el suceso, y él subido en el banquillo de madera.

Enero, 2020

La Vieja VidaWhere stories live. Discover now