§ Capítulo VIII §

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Aquella misma noche, a unas cincuenta millas del territorio del caid, dos grandes fogatas alumbraban un campamento montado militarmente con un orden escrupuloso, y más silencioso de lo que hubiera estado de tratarse de árabes solamente. No había tiendas ni equipajes para ser conducidos por camellos, ni impedimentos de ningún género que estorbasen la rapidez del viaje. Tampoco había sonidos de flautas y tambores del grupo de figuras vestidas de blanco que se veían alrededor de la fogata más grande, detrás de la cual había una fila de caballos encogidos y unos cuantos bultos pequeños del equipo del campamento. Junto al fuego más pequeño, sin preocuparse de las chispas que caían a su alrededor, ni tampoco de sus dos compañeros, el encantador de serpientes se hallaba sentado mirando las llamas con una sonrisa maligna vagando en sus labios, mientras pasaba la mano, como si lo acariciara, por el filo del enorme cuchillo que tenía sobre las rodillas.

Una siniestra figura a la que se adivinaba de más edad, se paseaba inquieta de un lado a otro en el extremo opuesto, y miraba de vez en cuando con recelo mal disimulado. Recelosas que iba en también, y mezcladas con una ira que iba en aumento, eran las miradas que dirigía a su compatriota, que estaba sentado en una silla de montar fuera del alcance de las chispas del fuego, con la cabeza apoyada en sus brazos.

---"¡Gott im Himmel!", ¡es posible ---gesticulaba coléricamente ---, que el trabajo de tantos años corra el riesgo de perderse por el capricho de un hombre!

Que Von Lepel le hiciera fracasar le causaba la más irritante de las sorpresas, pues precisamente se trataba del hombre que él había elegido entre los muchos asociados que se le habían ofrecido, por su conocimiento de la lengua del país, que le era mucho más familiar que a él mismo. Von Lepel, del que se había fiado, cuyas cualidades para el trabajo que se le dio eran notables, iba a comprometer la empresa por una mujer. ¡Malditas mujeres! Von Lepel, capitán de caballería, y perteneciente a la orden militar, era débil con ellas, hasta un punto inconcebible para su compatriota, para el cual no había nada más que el "servicio secreto" a que había dedicado por entero su vida.

Por espacio de más de un año, Von Lepel no había dado señal de la debilidad que le dominaba, y ahora, precisamente, cuando le era más necesario, había venido a perturbarlo esta loca pasión por una muchacha indígena, que amenazaba arruinar toda la empresa. En total, un capricho pasajero, una intriga que acabaría tan pronto como quedara cumplido su deseo; pero por el momento era su obsesión y nada lo preocupaba como no fuera esa pasión. Y entre tanto él, Carl Rost, que en esta misión secreta en Argelia veía el coronamiento de una vida, se había visto obligado en el período más difícil y peligroso de su trabajo, a malgastar un tiempo precioso, y a seguir las huellas de este militar enamoradizo... porque no quería dejarlo ir solo, pues si le era indispensable a Von Lepel, también Von Lepel le era absolutamente indispensable a él. Se hallaban ambos en un momento crítico, un momento en el que la más ligera desviación del deber podía significar la esterilidad de todo lo llevado a cabo hasta entonces. Los trabajos realizados hasta hacía poco con tanta suerte, prometedores de los mejores resultados, últimamente habían tropezado con serias dificultades y verdaderas desgracias, como la de la pérdida de la cartera en Touggourt. Verdad era que los papeles estaban escritos en clave y podían pasar por notas de simples viajantes de comercio que es lo que habían declarado que eran ellos, pero aun así eso les podía obligar a volver a Touggourt, que era una zona peligrosa que habrían deseado evitar de ser posible. Pero no lo era.

En Touggourt estaba el centro de su administración. Y ahora llevaban consigo muchos otros papeles, más importantes y más comprometedores que los que les habían sido robados. ¿Por quién? ¿Había sido por virtud de órdenes del servicio secreto francés? Para Rost ese servicio carecía de importancia por su manera inocente y transparente de realizarlo, y en Berlín eran conocidos todos sus manejos por los años que Creyer llevaba espiándolos. Y además tenían árabes a su servicio, y nada pasaba que no se le comunicase por esos individuos, que se valían de números para ese escrito.

El Hijo Del Árabe [Romance Desértico II] (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora