Capítulo 27 // La asamblea.

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P.O.V Percy.

Volamos en círculos sobre el centro de Manhattan, trazando una órbita alrededor del monte Olimpo. Yo sólo había estado allí una vez. Había subido en ascensor hasta la planta secreta número 600 del Empire State. Esta vez el Olimpo me deslumbró aún más.

En la penumbra de la noche, las antorchas y hogueras hacían que los palacios construidos en la ladera reluciesen con veinte colores distintos, desde el rojo sangre hasta el índigo. Por lo visto, en el Olimpo nadie dormía nunca. Las tortuosas callejuelas se veían atestadas de semidioses, de espíritus de la naturaleza y diosecillos menores que iban y venían, unos caminando y otros conduciendo carros o llevados en sillas de mano por un par de cíclopes.

El invierno no parecía existir allí. Percibí la fragancia de los jardines, inundados de jazmines, rosas y otras flores incluso más delicadas que no sabría nombrar. Desde muchas ventanas se derramaba el suave sonido de las liras y de las flautas de junco.

En la cima de la montaña se levantaba el mayor palacio de todos: la resplandeciente morada de los dioses.

Nuestros pegasos nos dejaron en el patio delantero, frente a unas enormes puertas de plata. Antes de que se me ocurriese llamar, las puertas se abrieron por sí solas.

«Buena suerte, jefe», me dijo Blackjack.

—Sí. —No sabía por qué, pero tenía un presentimiento funesto. Nunca había visto a todos los dioses juntos. Sabía que cualquiera de ellos podía pulverizarme y que a varios les encantaría hacerlo.

Blackjack y sus amigos salieron volando.

Durante un minuto, Thalia, Elizabeth, Annabeth y yo permanecimos inmóviles, mirando el palacio, tal como habíamos permanecido los cuatro frente a Westover Hall al principio de aquella aventura (parecía que hiciera un millón de años).

Luego avanzamos juntos hacia la sala del trono.

* * * * * * *

Doce grandes tronos formaban una U alrededor de la hoguera central donde se encontraba la diosa Hestia, la patrona de Elizabeth.

Todos los asientos se hallaban ocupados.

Los dioses y diosas medían unos cuatro metros de altura. Y te aseguro una cosa: si alguna vez vieses a una docena de seres todopoderosos e imponentes volviendo sus ojos hacia ti... Bueno, en ese caso, enfrentarte a una pandilla de monstruos te parecería un picnic.

—Bienvenidos, héroes —dijo Artemisa.

—¡Muuuu!

Sólo entonces vi a Grover y Bessie.

Había una esfera de agua suspendida en el centro de la estancia, junto a la zona de la hoguera. Bessie nadaba alegremente en su interior, agitando su cola de serpiente y asomando la cabeza por los lados y la base de la esfera. Parecía disfrutar aquella novedad de nadar en una burbuja mágica.

Grover permanecía de rodillas ante el trono de Zeus, como si acabase de rendir cuentas. Pero nada más vernos, exclamó:

—¡Bravo! ¡Lo habéis conseguido!

Iba a correr a nuestro encuentro cuando recordó que le estaba dando la espalda a Zeus y levantó la vista para solicitar su permiso.

—Anda, ve —le dijo Zeus sin prestarle atención. El señor de los cielos miraba fijamente a sus hijas.

Grover se acercó trotando. Ninguno de los dioses decía nada. El redoble de sus pezuñas en el suelo de mármol resonaba por toda la sala. Bessie chapoteó en su burbuja de agua y la hoguera chisporroteó.

Elizabeth y La Maldición del TitánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora