II

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Tu... no eres muy bueno en eso, ¿cierto?

Se congela.

Sus manos aguardan a centímetros del agua, completamente inertes antes de girarse. Hay terror en sus enormes ojos grises cuando logra distinguirlo. Sentado a la sombra de un olmo, un sujeto le mira. Bajo el kasa de pajilla, los lisos mechones ébano sobresalen cayendo sobre su pálida frente, enarca una de sus afiladas y gruesas cejas en su dirección y los ojos felinos entrecerrados parecen cautelosos en lo que le examinan, su nariz es pequeña y redondeada y bajo ella, JiMin ve los finos labios curvados en una sonrisa ladina. A pesar de la suavidad en sus facciones, la mandíbula marcada y los pómulos altos, le hacen ver varonil, mucho más maduro que él. Sus ojos descienden con rapidez, buscando, examinando. Logra reconocer las hombreras metálicas y el chaleco rojo quemado antes de que el temor se dispare en él.

Maestro fuego.

— Mamá... qué ocurre... — susurró atemorizado en cuanto vio a la mujer tomar un trozo de tela en el que envolvió carne seca para colocarla dentro de lo que le pareció una mochila improvisada. El menor observaba en silencio a su madre correr de un lado a otro, guardando lo necesario. Podía escuchar los gritos fuera, un barco había llegado a las costas hace apenas unos minutos, justo después de que toda esa ceniza cayera sobre ellos. JiMin no tenía idea de que significaba, pero su corazón latía deprisa, delator del miedo producido por todos los gritos que podía escuchar fuera, por la forma en la que su madre se movía deprisa en absoluto silencio. — Mamá... — llamó débilmente — ... tengo miedo.

—JiMin cielo, escúchame. — la mujer cerró la bolsa antes de colocarla entre las manos del niño. Acunó el rostro de su hijo entre sus manos, sostuvo sus mejillas suaves y pecosas y grabó para siempre en su memoria la forma almendrada de sus ojos — Tienes que irte. Corre lo más lejos que puedas. No importa que tan cansado estés, no te detengas. No vayas a detenerte, JiMin.

—Pero tu...

—No confíes en ellos — interrumpió de inmediato. Tenía que hacer esto pronto o ella sería débil y volvería a ocultar a su hijo en casa una y otra vez, ellos seguirían volviendo, iban a encontrarlo, lo encarcelarían... sus pulgares acariciaron las mejillas regordetas. No mi JiMin, es solo un bebe. Tenía que ser fuerte, ella le encontraría, debía dejarle marchar ahora, era uno de los únicos maestros agua en la tribu. Si la Nación del Fuego lograba descubrirlo, iba a matarlo. El niño observó fijamente los ojos grises de su madre. Se sentía serio, todo aquello. Y a pesar de tener doce años, no pudo evitar sentirse un adulto en ese instante. — No confíes en los hombres de metal rojo. Ellos hacen fuego JiMin. Podrían destruirte.

—¿Mamá qué debo hacer? — murmuró inseguro. No le gustaba todo eso. Quería detener a su madre y pedirle que no llore. Decirle que todo estaría bien.

—Ve hacia el este y no te detengas. Papá y yo te encontraremos, lo prometo. Ahora ve, corre — susurró antes de besar sus cabellos castaños. — Rápido JiMin, corre.

El recuerdo es veloz. Una ráfaga violenta que azota su memoria.

Rápido JiMin, Corre.

Se sumerge en el agua y tan rápido como puede, comienza a nadar, alejándose a toda velocidad. Siente el insistente latido golpear contra sus costillas. Aléjate de ahí, pronto. Aléjate de ahí. Nada hasta que los músculos de los brazos reclaman un descanso y siente las pantorrillas entumecidas, pero no se detiene hasta llegar a su lugar seguro. Una pequeña guarida en una cueva a considerable distancia.

Inhala profundamente y solo cuando ve que no hay nadie cerca, sale del agua. Viste apenas ropa interior mientras corre lo más rápido que su agotado cuerpo le permite, intenta proteger su desnudes de las corrientes de aire con sus manos, pero no es mucho lo que logra. Por suerte se mueve rápido y en apenas unos minutos ya se haya vestido con un pantalón de suave tela café y una rústica camisa de enormes mangas color hueso. Acerca sus manos a la brillante flama contenida en la lámpara que kerosene que robó hace unos días. Se había sentido tan afortunado en ese momento, por fin tendría algo que pudiese calentarlo durante las noches. Curioso lugar, especialmente durante esa temporada y al caer el sol, podía ser realmente frío algunas veces. Sus ojos grises reflejan el calor dorado de la llama y suspira suavemente.

Como algo tan hermoso puede ocasionar tanta destrucción.

Con doce años había corrido. Incluso cuando comenzó a faltarle el aliento y la garganta comenzó a quemarle por la sed no se detuvo. Aun cuando sintió sus piernas acalambradas y aquel molesto dolor en el costado no pensó siquiera en detenerse. Tenía tanto miedo. A los ocho años, JiMin notó que al igual que unos cuantos niños en la tribu, tenía un don especial. Era endemoniadamente difícil manejarlo y estaba seguro de que jamás sería tan bueno como Nyambura, un joven de quince años que podía hacer cosas increíbles con agua, le había visto controlarla a su gusto, sanar a otras personas con ella. En secreto, le admiraba. Quería ser como él. Pero recuerda un día, uno en el que las cenizas cayeron sobre su hogar y sus padres le pidieron que se oculte y no hiciera ruido, cuando pudo volver a salir del armario junto a las cobijas, Nyambura y su padre, no estaban y la madre del chico lloraba desconsoladamente.

Maestros fuego, recuerda haber escuchado en ese entonces. Se los llevaron.

Ellos no van a detenerse, vendrán hasta llevarse a todos. Hasta que no quede ni un solo maestro agua.

Sus padres le habían visto de una forma en la que JiMin, con tan solo ocho años jamás podría describir. Temor y preocupación, una angustia infinita por detener el tiempo para salvar a su único hijo. Los Park eran simples mortales, JiMin había heredado su poder de su abuela, quien tejió el collar que siempre iba atado a su cuello. Era lo único que le quedaba de su hogar ahora.

Sus dedos acarician inconscientemente la piedrecilla azul en medio del tejido de hilo color hueso.

Eres como yo, JiMin. Fuerte y valiente. Serás un excelente maestro agua.

No estaba muy seguro de eso, a pesar de todo, intentaba mantenerse lo más cerca del agua que le fuese posible, debía practicar. Apenas había recibido unas cuantas lecciones cuando se vio forzado a huir. Lo único que le obligó a detenerse, fue la idea de que quizá si se alejaba demasiado, sus padres jamás le encontrarían, así que construyó en medio de la nieve una pequeña guarida y esperó.

Esperó.

Esperó por días. Nadie vino por él. Y en medio de una guerra que le obligó a crecer demasiado deprisa, JiMin comprendió lo que el corazón de un niño se rehúsa a creer. Estoy solo. Nadie vendrá por mí. Pensaba abrazándose a sí mismo. Deseó con todas sus fuerzas volver a casa, pero apartó la idea en cuanto recordó que ellos le buscaban. Los maestros fuego me buscan. Me buscan a mí. Quizá si me marcho dejen a la tribu tranquila. Y así se vio forzado a avanzar. Si tenía hambre, probaba suerte pescando, hervía agua del río y la bebía. Su madre le había puesto suficientes piritas para tener fuego por un largo tiempo, veía las chispas saltar cada vez que lo encendía y aun no podía evitar retroceder al instante con temor. El fuego había iniciado una guerra. El fuego había separado a su familia y destruido su hogar. El fuego era todo aquello, que estaba destinado a odiar.

The fire soldier│ YoonMinWhere stories live. Discover now