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1999 – Edad de ocho años.

―Es aquí ―aseguró mi madre, que trataba de estacionar el auto con una mala maniobra y nos hacía balancear bruscamente de un lado a otro―

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―Es aquí ―aseguró mi madre, que trataba de estacionar el auto con una mala maniobra y nos hacía balancear bruscamente de un lado a otro―. ¡Ag! ¡Deberías haber manejado tú!

―No creo que manejar sea peor que esto ―contestó mi padre. Él me sostenía de ambos brazos para que no siga golpeándolo, pero eso no impedía que lo mordiera y dejara sus brazos con marcas rojas y moradas, eran como un tatuaje en 3D de mis dientes torcidos.

Los tres nos encontrábamos frente a un grupo de edificios fuera de la ciudad, nos habíamos tardado más de media hora en llegar, y en el transcurso, no dejé de intentar convencer a mis padres que venir era una mala idea, pero como sabrán, mis métodos de persuasión nunca fueron los más efectivos.

Nos bajamos, mamá delante de nosotros, y papá conmigo en brazos, mientras yo lloraba a los gritos. Debo admitir que me veía patético; con los ojos rojos, mocos mezclados con lágrimas, y las manos inflamadas por haber golpeado tanto las cosas.

Cuando ingresamos, mi madre se apresuró a hablar con una chica que estaba en la recepción, ella era la secretaria del doctor al que íbamos a ver, ya que la bruja de Roswell me había hecho una derivación a un médico psiquiatra. No estaba emocionado con el cambio, pero había que admitir que cualquier cosa era mejor que estar con aquella psicóloga que no sabía más que tratarme como a un chiquilín.

Entramos a una especie de consultorio médico, en el que nos esperaba el doctor tras un enorme escritorio blanco junto a los asientos enfrentados. Todo me hacía sentir muy pequeño; las paredes no estaban pintadas de colores como las tenía la señora Roswell, ni había dibujos, juguetes o peluches. En cambio, había certificados y cuadros de honores; y mi olfato también se sentía desorientado al sentir el olor a desinfectante en vez del aroma a frutas al que se había acostumbrado.

―¡Qué horrible lugar! ―opiné disgustado, pero aquel hombre lejos de ofenderse, me sonrió, haciéndome sentir cohibido… solo atiné a limpiar mis mocos con la manga de mi sudadera blanca, bajo la mirada de horror de mi madre.

Después, recuerdo que mi padre se retiró, y los que quedamos, nos sentamos frente al escritorio, para hablar de mí como si yo no estuviera presente. Pero sí que lo estaba, y entendía la mayoría de las cosas que decían sobre mi comportamiento. ¿Qué podía decir? A veces no podía evitar gritar para poder desahogarme, si no lo hacía, el enojo se convertía en algo muy triste que crecía en mi interior, y sentía unas horribles ganas de llorar. Aunque también lloraba mucho cuando mis padres se disgustaban conmigo, o cuando no hacían lo que yo quería. Creo que esas eran las únicas formas de reaccionar que sabía hasta ese momento.

―Entonces, ¿cuándo podemos empezar con el tratamiento? ―cuestionó mi madre sin ocultar su ansiedad, después de haber escuchado que debían hacerme un estudio completo. Estudiarían mi cuerpo en estado físico, y también mi cabeza, para saber si mi cerebro producía todos los químicos que necesitaba, o algo así.

―Voy a hacerle un examen de neurotransmisores, un examen de sangre ―informaba el señor, al que bauticé como MonsterWoods, de una manera tan altiva que me repugnó―, y voy a necesitar que me sigan hasta el área de tomografías computadas.

Empecé a removerme bruscamente, mientras mi madre trataba de tomar mi delgado cuerpo, pero me negaba a ir con aquel doctor. En mi mente se veía como un monstruo que me sonreía con los dientes afilados, que quería hacer experimentos conmigo y mi cerebro. ¿No era eso lo que pasó en la película de Frankenstein? Sabía lo que quería hacer con mi cabeza, y también sabía que no quería estar un segundo más allí.

―¡Para de una vez! ―pidió mi madre, cansada de mi comportamiento, pues no me importaba si accidentalmente terminaba golpeándola en mis intentos por escapar.

―Si no te quedas quieto, tendré que llamar a la enfermera para que te ponga una inyección ―dijo MonsterWoods, con una mirada severa que congeló mi preciado cerebro―. No queremos eso, ¿verdad?

Me quedé paralizado, sin saber qué decir y con auténtico terror. No podía apartar mi mirada de sus ojos negros, con ojeras oscuras, y enormes bolsas. Era como hipnotizante mirarlo, con esos rasgos casi diabólicos que tanto me intimidaban.

Ahí fue cuando me di cuenta de lo patético que fue tenerle miedo a la señora Roswell, en ese entonces no estaba enterado de nada. Ese payaso tétrico y deprimido no tenía nada que ver con este monstruo de dientes afilados.

Después de salir de ese pequeño trance, alcé mi mirada hacia mamá, buscando apoyo de su parte, queriendo que alguien le dijera a ese señor que no tenía ningún derecho sobre mí, que no podía decirme lo que tenía que hacer y mucho menos hablarme con esa altanería, pero mi madre también me miraba con la misma severidad, sin intención alguna de refutar lo que decía el señor.

Mi enojo estaba creciendo, junto con el odio hacia mis padres, y hacia esa mirada penetrante que me desarmaba. Pero ya no quería gritar, ni removerme, sino que la idea que había surgido en mi cabeza, era que quería que él me hiciera daño; que me torturase, que me inyectase todo lo que quisiera, que yo no lloraría más, ni me rehusaría. Moriría ahí mismo, sin mediar palabras. Entonces mis padres se sentirían culpables de lo que me hicieron, y ellos sí llorarían, y le pedirían perdón a mi alma en pena, ante mi cuerpo desgarrado y sin cerebro; yo no los perdonaría, y la culpa los perseguiría por siempre.

Sin ejercer fuerza, me dejé llevar, entregado a que me hicieran lo que quisieran. Y ahora recién puedo comprender que realmente me entregué, como un triste corderito resignado en un despiadado matadero.

La caja negraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora