10

19 8 1
                                    

2007 – Edad de dieciséis años

―No quiero quedarme aquí, mamá

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.

―No quiero quedarme aquí, mamá. Por favor, no me dejes solo ―pedí llorando, mientras terminaba el horario de visitas y ella se apresuraba por marcharse, aunque no había tantas restricciones para nuestros familiares―. No quiero quedarme más aquí, ¡mamá, por favor!

―Lo siento hijo, es por tu bien ―repetía mi madre, una y otra vez, sin tratar siquiera de contener sus lágrimas―. Pronto pasará, lo prometo.

Aquello venía diciendo desde hacía tiempo, cuando decidieron internarme en aquel mugroso hospital. Las visitas de mi madre se habían hecho cada vez menos recurrentes, y las veces que venía a verme, aprovechaba para buscar su consuelo a través de mi llanto, pero los enfermeros de guardia me terminaban cohibiendo.

Traté de controlar mis sollozos, pues lo que menos quería era otra dosis de calmantes. Odiaba que me inyectaran porquerías, porque me dejaba en un estado de confusión total. No entendía las cosas que pasaban o que me hacían, y a veces no lograba entender en qué momento dejaba de mirar televisión, o cuándo me metía en las películas.

MonsterWoods nos obligaba a pasarnos la mayor parte del día mirando televisión. A veces, cuando nos portábamos bien, podíamos mirar las películas que quisiéramos, pero generalmente nos hacían ver cosas sin sentido, secuencias repetitivas que podrían poner nervioso a cualquiera por su falta de contenido, o VHS de estática, con el ruido de interferencia.

Lo molesto de todo era que no podíamos apartar la mirada de la pantalla, no podíamos sacarnos los audífonos en todo ese tiempo, por más que nos aturdiéramos, o nuestras neuronas reventaran enviando el pitido molesto a nuestro cerebro. A veces pasábamos días sin dormir, o sin comer, porque eso interrumpiría el proceso experimental, según los expertos.

Y siempre hablo en plural, porque yo no era el único chico sometido a esa clase de estudios. Tenía cuatro compañeros más, uno de mi edad, y otros más grandes, pero no hablábamos entre nosotros, porque casi nunca nos encontrábamos juntos. Pero sí los podía escuchar llorar a los gritos cuando les tocaba su turno de televisión, ya que teníamos nuestros días programados; dos días completos en la habitación blanca, y el resto de la semana de descanso.

Pero yo nunca podía descansar, mi mente repetía una y otra vez todas aquellas películas que pude ver a lo largo de mi vida, porque vi miles, aunque no quisiera recordarlas. Llegaba ese momento en que no podía pensar en otra cosa, o que confundía los recuerdos y los mezclaba con retazos de mi vida. Se metían hasta en mis sueños, por eso no me daban ganas de dormir, pero todo se volvía más complicado con los calmantes.

―Es hora de tu baño, niño ―anunció uno de mis enfermeros, mientras trataba de hacer que me levantara de la cama, pero no pudiendo por la falta de fuerzas y de ánimos―. Anda, que se nos hace tarde.

Quería moverme, pero la somnolencia no me dejaba mover más que tan solo los parpados, y lo hacía muy débilmente.

Ese día, por mi falta de coordinación cuerpo-mente, comenzaron a medicarme estimulantes. No necesité mucho tiempo para decidir que aquella ensalada de medicamentos no me gustaba; a la somnolencia se le sumó una horrible paranoia que trataba de mantenerme en todo momento alerta, mi cabeza solía apagarse junto a mi respiración que se volvía pesada, haciéndome creer que por fin me había dormido, pero a los pocos minutos volvía a sobresaltarme agitado, con mi corazón latiendo desaforado; me levantaba de la cama mareado, con temperatura febril y con los pasos entumecidos, así una y otra vez.

No sabía si pasaban días, horas o años, pues todo podía ser posible.

―Es hora de tu baño, niño ―anunció uno de mis enfermeros, dejándome con la amarga sensación de un deja vú, pero sabía que era tan solo un bucle de momentos que nunca dejarían de suceder―. Se nos hace tarde.

Cuando quise moverme, una horrible parálisis me sorprendió, haciendo que me sofocara. Quise decirle que no podía moverme, que sentía mis huesos blandos y el cuerpo fundido entre las sabanas, pero mi lengua se movía sin mi consentimiento, y empezaba a salivar desmesuradamente. La impresión que me causó estar babeando y sentir cómo una catarata de saliva mojaba mi barbilla, me puso nervioso. Traté vanamente de mover mi cuerpo hacia los lados, para no hundirme entre mis intentos de balbuceos ahogados, pero todo estaba tan pesado. Y mis ojos parecían querer salirse de sus orbitas.

Solo podía escuchar cómo los enfermeros llegaban, y se decían cosas entre ellos. También sentí que me agarraban por los brazos cuando mi cuerpo empezó a tener espasmos y me movía violentamente.

―Fue el último en presentar convulsiones, doctor ―informó uno de los estudiantes que trabajaban con MonsterWoods, refiriéndose a nosotros como unas estúpidas ratas de laboratorio. Eso fue lo primero que pude entender al despertar, ya que había estado escuchando un poco más anteriormente, pero por más esmero que pusiera para comprender lo que conversaban, no podía, y eso me agobiaba.

―¿Cuánto es el margen de diferencia? ―preguntó MonsterWoods, mientras con un oftalmoscopio miraba directamente a mis pupilas.

Hacía mucho que no intentaba revelarme contra ellos, pues sabía que no valía la pena. Desde que había conocido el PrarieCare, mi actitud en la que protestaba y hacía un pequeño escándalo por todo, había dejado de existir. Me había resignado a ser el maldito títere de esas personas con batas blancas, pero eso no quitaba que el resentimiento creciera sin tapujos.

―El paciente dos fue el primero en presentar convulsiones, señor; lo hizo en la semana veintiocho. El paciente cinco lo hizo en la semana cincuenta; el tres en la semana cincuenta y nueve; el cuatro en la semana sesenta y siete. Ahora estamos en la semana noventa y dos ―añadió el jovencito, leyendo una carpeta.

―Realmente pensé que con él no sucedería ―dijo, estudiándome el rostro con detenimiento―. Pero la diferencia nos muestra que tiene una adaptación distinta; su cerebro recibe los estímulos necesarios, sin embargo, era imposible que soportara mucho más.

―Doctor, los anticonvulsivos hicieron un efecto casi perfecto en los demás pacientes, salvo en el dos, pero se debe a su desnutrición.

―Sí, sí ―contestó MonsterWoods, mientras me daba un pequeño golpe en la mejilla y sonreía de manera siniestra―. Pero no haremos lo mismo con este. Con él tengo otros proyectos.

La caja negraWhere stories live. Discover now