7

30 10 23
                                    

2003 – Edad de doce años.

―¡Hijo, no te tomaste tus medicinas! ―gritó mi madre desde mi habitación

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.

―¡Hijo, no te tomaste tus medicinas! ―gritó mi madre desde mi habitación. Yo estaba de lo más bien frente al horrible televisor que tenía en ese entonces, mirando documentales sobre animales salvajes.

―¡Las medicinas son puras mentiras! ―dije, devolviéndole el grito.

Pronto estaba ella a mi lado, junto a las tres pastillas que tenía que tomar después de la cena, y un jugo de naranjas.

―Debes tomarlas, o no mejorarás.

―Estoy bien, ¿no me ves? ―Sonreí, mostrándole todos mis dientes alambrados, y pude sentir un pequeño tic nervioso en mi ojo izquierdo. Mamá me miró y levantó las cejas, incrédula―. ¡Son un mito mamá! No tengo nada, solo soy un chico problemático y rudo. No deberías medicarme por ser un rebelde.

―Hijo, el psiquiatra te las recetó por algo...

―¡Ese imbécil no sabe nada! ―solté a la defensiva. Había adquirido un desprecio insano hacia MonsterWoods.

Curiosamente mi supuesto trastorno explosivo intermitente se fue apaciguando. Pero lejos de darme un respiro o ver "mejorías", MonsterWoods me diagnosticó también trastorno por déficit de atención con hiperactividad, ya que en la maldita psicoterapia no lograba interesarme en los instrumentos musicales que me ofrecían. Y claro, él no podía simplemente dejarme ir.

―No por nada estudió tanto, y sigue aprendiendo mucho...

―Algún día voy a probarte la ineptitud de ese tonto... ¡Y vas a arrepentirte de hacerme tragar estas porquerías! ―dije mientras tomaba una a una las pastillas de colores pálidos... dos amarillas y una celeste―. Ahora vete, supongo que ya es hora de dormir.

―Duerme bien, cielo.

Aquella pastilla celeste me relajaba tanto, que me mandaba a la cama antes de que quisiera hacerlo, y al día siguiente me dejaba bastante tonto; a veces no diferenciaba los sueños de la realidad, y me sentía flotar por las nubes. Solo hacía que me durmiera en clases y tuviera que ir a citas con el psicopedagogo escolar por mi bajo rendimiento.

Pero cuando el efecto se iba, me volvía como cualquier chico de mi edad y no un zombi; era un chico hiperactivo y rebelde, de esos que se metían en problemas, por más de no tener un amigo o algo por el estilo. Yo no tomaba la segunda dosis que debía consumir en horarios escolares, simplemente tiraba la medicina a la basura cuando mis profesores me avisaban la hora exacta que había informado mamá con la indicación médica. Todos sabían de mi consumo de medicamentos, y el cambio de ánimos hacía que creyeran que tenía distintas personalidades, o que era bipolar.

Todas esas cosas me impedían interactuar positivamente con mis compañeros, pero lejos de importarme, me hacía sentir mejor. Ser un bicho raro y solitario hacía que menos cosas me enojen y me mantuviera calmado la mayoría del tiempo. Cosa que todos ameritaban a los medicamentos. Puras tonterías.

Solo era el comportamiento natural de la vida. En ese entonces me comparaba con un jaguar salvaje; me temían porque veían en mí a un depredador. Y un depredador, lejos de estresarse o asustarse por convertirse en una presa, de vez en cuando sale a cazar despreocupado... Pero todos los animales salvajes tenían un enemigo; yo no era la excepción.

―Me vi obligado a solicitar su presencia ―informó el director, con más cara de disgusto de lo que podría transmitir su voz de mujer―. Es la tercera oportunidad en este ciclo lectivo en la que su hijo está comprometido en una situación violenta.

―¡Solo me defendí! ―solté, defendiéndome nuevamente ante la mirada de reproche de mi padre―. ¡Ellos me estaban atacando!

Nos encontrábamos mi padre y yo sentados uno junto al otro, frente al escritorio del director en su despacho. Realmente no recuerdo muy bien lo que había pasado, ya que había pensado que estaba soñando, y los sueños suelen ser borrados por la mente; pero sí recuerdo cuánto me molestaba que se rieran de mí.

Había un grupo de chicos mayores que no me temían, y aprovechaban hasta la mínima ocasión para meterse conmigo, con esas sonrisas burlonas y engreídas.

―Según los testigos, al único que vieron golpear, es a ti.

―¡Pero ellos me atacaron primero! ¡Se estaban burlando de mí! ―me quejé, y busqué con la mirada el apoyo de mi padre, pero él solo miraba hacia sus manos.

―Esta situación se hubiera podido evitar, si tan solo actuabas con sabiduría y no te dejabas llevar por tus impulsos ―dijo el directivo, ¿pero él qué sabía de impulsos?―. Debiste hablarlo con el consejero escolar, él está para esos casos en los que un alumno se siente incómodo con alguien, y por lo que sé, ya charlaron en varias oportunidades.

¿Y con quién debía hablar si me sentía incómodo con el maldito consejero?

Estuve a punto de soltar mi contestación, pero mi padre me interrumpió con un gesto y habló: ―¿Cuál es la sanción, señor director?

―Mire, este es un prestigioso colegio académico, y no podemos soportar estos actos de vandalismo. Lo toleramos suficiente porque usted aportó mucho a la institución en estos meses que estuvieron con nosotros, monetariamente hablando ―dijo eso último mirándole directamente a los ojos, inclinándose para que sus anteojos no se interpusieran en el camino que recorría hasta la mirada de mi padre―. Pero incluso sus notas han bajado, y el psicopedagogo escolar tampoco ve mejorías en su actitud.

―¡Ese viejo es un idiota! ―exclamé, fuera de lugar, y mi padre me calló otra vez con un apretón sobre mi hombro.

―Entonces, ¿cuál es la sanción? ―preguntó nuevamente mi padre, con voz paciente.

Hubo un silencio en el que asesinaba mentalmente una y otra vez al director, y me gustaba pensar que la cara de nerviosismo que ponía, era por saber lo que pasaba en mi cabeza. Pero tan solo era por temor a la reacción de mi padre. Ya había pasado por esta situación en varias instituciones escolares.

―Después de hablarlo con la junta de profesores, he decido tomar una medida drástica.

―¿Ah sí? ―preguntó mi padre desinteresado, suponiendo que cualquier medida que tomara se podría cambiar con un cheque con varios ceros―. ¿Cuál es esa medida?

―La expulsión ―contestó el hombre, entre nervioso y contundente. 

La caja negraWhere stories live. Discover now