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2016 – Edad de veinticinco años.

―Mira, no me parece buena idea que sigas viniendo para estos lados

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―Mira, no me parece buena idea que sigas viniendo para estos lados. No me parece correcto ―dijo Emily, un día que fui a verla en el instituto.

―¿Por qué no es buena idea? ―pregunté, sin entender. Siempre iba a verla. Bueno, cada tanto lo hacía, ya que era una de las pocas personas a las que conocía, y que podía soportar.

―No somos amigos.

―¿No? ―volví a cuestionar, perdiendo la paciencia―. ¿Por qué dices una cosa y haces otra?

―No puedo perdonarte, D… Sam. ―Tragó dificultosamente mientras pronunciaba mi nuevo nombre―. Lo intenté, pero definitivamente no puedo, por eso no podemos ser amigos.

―¿Por qué tendrías que perdonarme tú? A ti no te hice nada ―rebatí furioso, mientras ella se encogía y miraba sobre las gradas.

Era un día nublado y pegajoso. Las nubes densas cubrían un sol potente, haciendo que el ambiente quedara impregnado de una humedad tediosa. Mis ropas se adherían a mi raquítico cuerpo, y mi piel estaba mojada de sudor, como si me hubiese tirado agua. Parecía un maldito sauna. Y, aun así, empecé a armar un joint bajo la densidad del ambiente.

―Te la llevaste ―dijo en un susurro, mientras miraba mis movimientos bruscos y mis maldiciones al ver que el papelillo se volvía inmanejable bajo mi agarre―. Y no solo eso, ahora que tienes la oportunidad de que Sam pueda salir de toda esta mierda, la sigues cagando.

Eso no era cierto, maldita sea. Yo no me la llevé, nunca lo hice.

«Ella te llevó a ti»

―Es cierto ―solté en voz alta, aunque quise ignorar a la voz en mi cabeza―. De todos modos, eso no tiene que ver contigo.

Emily suspiró, y noté cómo se contenía para no comenzar a llorar. Yo no la entendía, y odiaba que lo hiciera, odiaba que lloraran.

―¡Yo la amaba! ¡Juro que lo hacía, maldita sea! ―dijo, levantando la voz por más que quería mantenerse en calma, lo notaba en su mirada sofocada―. Tú no tenías ningún derecho a quitármela, todo estaba bien hasta que apareciste.

―Si tanto la amabas, ¿por qué lloras? ¿no te das cuenta de que estando aquí, ella sufría? ―preguntaron las voces de mi cabeza, irrumpiendo mi cuerpo y saliendo por mi boca con el mismo tono amenazante de siempre.

―No te quiero cerca ―habló Emily antes de voltearse para alejarse de mí―. Y esta vez es en serio, ya no necesito de tus mierdas, ya tengo quién me la venda.

La dejé ir, mientras escuchaba sus pasos enojados por la gravilla y yo me quedaba debajo de las gradas, tratando inútilmente de armar el maldito joint. Pronto me quedaría sin mercancía, y no tenía cómo reponer porque no me alcanzaba el dinero, y si tuviera el dinero para eso, tampoco sabría cómo, porque nuestro mula había sido arrestado.

―Mierda ―solté antes de salir corriendo por las gradas al ver a un par de profesores acercarse, tuve que dirigirme hacia la muralla trasera para no ser visto y saltar una valla, antes de caer estrepitosamente sobre las malditas piedrecillas, la mochila que llevaba puesta se había caído, por poco dejando también caer su contenido―. ¡Me lleva el diablo!

Sacudí mis palmas ensuciadas con el polvo, y limpié mis rodillas raspadas, pero con la humedad del ambiente y de mi cuerpo, solo hacía que me embarre por todos lados. Dejé de intentarlo cuando me asqueé, y decidí mirar a mi alrededor. Había caído en la preparatoria Minneapolis College, al lado de un pasillo externo que estaba vacío, agradecía mentalmente que no fuera el horario de receso, porque si no, estaría en problemas.

―Estás en problemas ―dijo una voz burlona a mis espaldas, haciendo que pegara un brinco por la impresión, y luego jadeara por el dolor de mis rodillas lastimadas.

―Maldita sea, niño. Me asustaste.

―Yo creo que te confundiste de escuela ―soltó el chico, mientras cerraba el libro que estaba leyendo y lo ponía a un lado para mirarme de pies a cabeza, ida y vuelta.

No me intimidó, e hice lo mismo. Aunque tal vez no debía mostrarme a la defensiva ante un niño que probablemente no pasaba de los doce años, su mirada y su tono de burla me hacía recordar a aquellos brabucones que me molestaban en el instituto, y tan solo quería golpearlo hasta que su cara dejara de sonreír de la manera en que lo hacía.

―¿Y tú qué edad tienes, o qué? ―pregunté con molestia, mientras volvía a inspeccionar mis rodillas por la sensación que me trasmitía.

―¿Estás vendiendo droga?

Lo miré rápidamente, ahora inspeccionándolo a él. Era un mocoso delgado y pálido, con el cabello castaño, ojos verdes y la sonrisa más engreída del mundo.

Me di la vuelta, para largarme de aquel lugar con mis pasos un poco desequilibrados

―Yo no iría por ahí si fuera tú.

―No te lo pregunté ―dije, mientras seguía caminando, pero tan pronto como me acerqué hacia uno de los muros, buscando una manera de trepar para poder salir, escuché unos tacones golpeteando en el suelo, y haciendo eco por lo vacío del lugar―. Mierda.

Miré hacia los lados, buscando dónde esconderme, y descubrí al niño correr por el lado contrario, en donde el corredor llevaba al patio. Lo seguí inmediatamente, con la velocidad que me permitían mis rodillas junto a la adrenalina momentánea, y llegamos a un árbol que estaba junto al muro. El chico y yo nos miramos, y rápidamente unió sus manos para que yo las pisara y así poder alcanzar la primera rama; sin pararme a calcular la fuerza que tenía él, hice lo que me indicaba, impulsándome y saltando para poder trepar el árbol. Hice lo que pude hasta llegar al extremo del paredón, sin voltear a ver a mi compañero.

Curiosamente, la parte de la pared que daba contra el árbol, había sido preparada de forma en que el alambrado quedara descubierto en ese lugar, lo que me motivaba a saltar porque significaba que otros estudiantes habían hecho lo mismo.

«Salta»

Cuando salté, mi corazón que antes se encontraba precipitado, se detuvo, haciendo que el tiempo también lo haga. Escuchaba el sonido del viento rozándome los oídos, moviendo mi cabello, y haciendo que la humedad de mi cuerpo refrescara un poco. Seguido de eso, una segunda caída mucho más espantosa, mi cara al suelo y algo caliente cayendo desde el puente de mi nariz.

―¿Estás demente? ―cuestionó el chico, mientras yo volteaba y me recostaba sobre mi espalda, para poder verlo bajar prendido al muro, y saltando estando más cerca del suelo. Eso hubiera sido más fácil―. ¿Estás tratando de suicidarte o algo por el estilo?

Mi corazón volvió a latir apresurado cuando el chico me tendió su mano para levantarme, y mi cerebro dejó de responder cuando se acercó a inspeccionar la sangre en mi cara, en mis manos y en mis rodillas.

«Los amigos se ayudan, toma su mano»

Hice lo que me pedía mi cabeza, sintiendo que el pequeño podía ser mi amigo después de todo.

―Sí, vendo drogas ―solté, respondiendo a su pregunta anterior y mostrándole todos mis dientes en una sonrisa amigable―. Y me llamo Sam.

―Vamos al hospital, desquiciado ―contestó el niño, mientras suspiraba y empezaba a caminar, llevando su libro bajo un brazo―. Tengo catorce años… Y soy Austin.

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Apareció el bebito Austinnnn, bro. Los amigos son amigos para siempre y por siempreeeeeee (?)

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