2: Eres Una Chica Buena

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No podía quejarme de las clases de la mañana. Por lo menos no hoy. Un reajuste en el horario recortó la mayoría de las clases, dejando más tiempo libre del que usualmente tengo entre el almuerzo y la tarde.

La tripa me ruge por comida y debo atender a sus necesidades.

Casi cien días sin haber fumado y casi echo todo mi progreso al caño por una mierda. Niego con la cabeza, decepcionada de mi poco auto control esa noche.

Quería llegar a los cien días sin fumar. No me estaba sintiendo bien, pero quería sentirme bien al ver el día número cien marcado en el calendario, quería que mis papás se sintiesen orgullosos de mi progreso. De mí.

Soy muy joven para estar tan atada a algo, pero comencé a hacerlo muy joven también, para ser sincera. La primera vez que lo hice no me gustó, lo hice solo para encajar con el grupo de chicos que me habían invitado a su fiesta, quería sentir que pertenecía ahí, en donde los populares estaban.

Me arrepentí cuando llegué a casa y mis padres notaron en aroma en la ropa, boca y cabello. Pasé tres días en un espiral de arrepentimiento y vergüenza. Fue la mirada que me dio mi madre la que me empujó al abismo.

Después lo superé y lo volví a intentar. Resumiendo cuentas me gustaba hacerlo, al principio quizá una vez por semana, pero luego estaba en el techo de la casa con un cigarrillo en la mano o escondida en algún salón de clase con el cigarrillo en los bolsillos. Fumando y riendo con otros chicos de la clase.

Uno al día, luego dos, luego uno con cada comida, uno para bajar la cena y otro para conciliar sueño. Buscando más y más razones para encender uno tras otro.

Llegué a fumar una o dos cajas al día. Una completa locura.

Quise parar. Probé apagándolos en mis piernas, no pasé de un solo intento, después de intentarlo estuve metida en la bañera con agua fría para alivianar el dolor, probé beber agua mientras fumaba e incluso llegué a hacer otras cosas asquerosas.

No me sentía bien fumando, mi cuerpo no lo aceptaba más de alguna manera, pero tampoco aceptaba a que no encendiera por lo menos unos tres al día.

Mi mamá encontró cajas vacías de cigarros en un cajón dentro del armario un día, todas las había acabado yo sola, porque no solo me gustaba fumar como chimenea, también odiaba compartirlos. Los echó todos a la basura y entonces prometí que dejaría de hacerlo, al principio la promesa no tenía valor, pero luego empecé a tomarlo enserio y cambié otras malas costumbres.

Y aquí estamos noventa y seis días después sin haber fumado una sola vez y aún tengo síndrome de abstinencia.

—Hola.

Elevo la mirada de los libros, confundida. Frunzo el ceño al no entender por qué este chico me está hablando a mí. Observo al chico unos segundos más antes de reconocerlo y darme cuenta de que es el mismo chico de la fiesta.

Ay, Dios mío.

—Hola.

Se ve mejor que ese día, se ve más sano, sin embargo su piel sigue pálida y bajo sus ojos siguen tatuados aquellos pálidos círculos violáceos.

Por primera vez veo sus ojos y son verdes y no un verde oscuro como los de Nic, un verde claro como el de un diópsido.

Corre la silla y se sienta frente a mí.

—¿Eres Lily Rose, no? —pregunta jugueteando con mis resaltadores.

—Sí.

—Escucha —revuelve su cabello, como si estuviese nervioso—. Gracias por lo del otro día, oí que fuiste tú.

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