II

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Creo que no hay nada más artístico

que amar verdaderamente a la gente.

-Vincent Van Gogh.


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A las siete y media de la mañana, el autobús se adentró en Santisa. Un nudo se aferró terco en la garganta de Helena. No podía dejar de llorar desde que Mercedes la llamó para informarle sobre el fallecimiento de Celso, su padre. Le parecía irónica la situación; una vez le permitió visitarlo después de tres años (pues sufrió depresión y se aisló, sin querer que su hija fuese a verle), una horrible razón la arrastraba hacia allí. El autobús se detuvo al principio de la Calle Bécquer, que daba paso a la Avenida Principal donde lujosas viviendas de piedra gris y ladrillo rojo se alzaban a ambos lados. Helena salió al exterior y percibió un ambiente tenso y lúgubre, cargado de pena. Los jacintos y los narcisos de las macetas que colgaban de las fachadas se mostraban marchitos. Y las bicicletas, la mayoría de ellas oxidadas, yacían olvidadas contra las paredes. Asimismo, junto a aquella triste bienvenida, sonó en su móvil una pieza de Sabina.

Después de cinco minutos andando, llegó a una casa cuyas ventanas estaban cerradas. Cualquiera diría que nadie habitaba en ella. Observó el hogar de su infancia, aguantó una vez más el sentimiento angustioso que la ahogaba y golpeó la puerta de madera. Al encontrarse entre los brazos de Mercedes, se quebró sin necesidad de intercambiar palabras. Sus manos se aferraron, temblorosas, a ese cuerpo grueso con fragancia de madre. Compartieron lágrimas y, después, café hirviente. Se sentaron en el sofá frente a una mesa baja del color del otoño y frente a la chimenea. Tres ramas finas y un par de troncos de madera seca formaban una pila dentro de la chimenea, donde ardían con rapidez. Helena sufrió el angustioso sabor que la muerte le dejó a Mercedes, quien paseaba por su inconsciente mientras miraba fijamente el fuego. Apoyó su mano sobre la rodilla de la mujer y, una vez más, le agradeció la atención y el cuidado que le ofreció a su padre tras el fallecimiento de su madre biológica cuando ella solo tenía ocho años. Y le aconsejó dormir hasta que se tuviesen que ir al entierro; su mente necesitaba descansar, desconectar. Veinte minutos pasaron cuando, en medio de un insomnio asfixiante, Helena cubrió a Mercedes con una manta y se escabulló al rincón de la casa que más apreciaba: el taller de pintura, donde un infarto de corazón tomó a su padre desprevenido.

La habitación desprendía un olor fuerte a óleo, polvo y madera mohosa. Helena tuvo que aguantar la respiración para no volver a romperse. Dio un paso al frente y observó toda la estancia; su corazón palpitaba con rapidez a medida que llegaba a su mente la imagen de su padre pintando. En la pared del lateral izquierdo, una ventana daba paso a la luz cálida del sol y le ofrecía un hermoso pero triste paisaje a la pintora. El caballete de Celso se encontraba a tan solo un metro de distancia, con un lienzo apoyado en el soporte. Junto a él, una mesa con pinceles y pintura, y una silla. Al fondo de la habitación, todos los lienzos se encontraban apilados a la espera de ser descubiertos. Y, junto a ellos, la paleta de Celso.

· Numen · #PGP2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora