Capítulo 2: Un ritual de paz

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Los edificios en Armelia eran en efecto parte la arquitectura barroca, las estructuras habían sido diseñadas con tan minucioso detalle que era inevitable acercarse y encontrarse con la historia de la ciudad dibujada en sus muros

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Los edificios en Armelia eran en efecto parte la arquitectura barroca, las estructuras habían sido diseñadas con tan minucioso detalle que era inevitable acercarse y encontrarse con la historia de la ciudad dibujada en sus muros. Todo esa belleza estaba presente en  palacios gubernamentales, monumentos y en hoteles construidos previos a la guerra.

Lo único que le decepcionó fue ver que la "ciudad" no estaba tan urbanizada como esperaba Samantha bajo sus expectativas, la realidad era distinta debido  debido a que sus habitantes seguían negándose a incluir tecnología en la ciudad, de hecho más que una ciudad todo parecía sacado de un pequeño pueblo;

Cada calle tenía adoquines tan viejos y desgastados por los años y no podía escuchar ninguna bocina de algún carro. No es que no existieran los automóviles pero no eran tan comunes en una ciudad tan pequeña en la que puedes caminar para llegar a cualquier sitio.

Samantha, que bajo todos sus esfuerzos para descifrar el mapa, Se había alejado bastante del centro, supuso, cuando empezó a ver el mercado aglomerado, que ya debía estar perdida.

Suspiró exasperada y volvió a verificar el mapa que le habían dado en la caseta:
Según este se hallaba en la zona comercial.
Samantha podía sentirse devorada por las construcciones que contemplaba asombrada con el folleto para turistas ondeando en sus manos, el mismo que el viento forcejeaba para robarle.
Camino y camino sin éxito. No veía el hotel por ningún lado.
Se empezó a sentir desesperada, por lo que tomo el mapa y lo deposito en un cesto de basura. Esas cosas solo servían para desorientarte más.
Vio que el sol ya estaba en lo alto, así que busco con la vista un lugar al que pudiera entrar. Habia llegado a una avenida llena de locales, sin embargo solo uno podía de destacar entre el resto.
Sus vitrinas eran gigantes, quizá de dos metros, en el exterior tenían un figurín de un señor con la mano extendida hacia su publico, hecho solo a base de libros, que hizo que casi se acercara a tocarlo.
Sus dedos solo rozaron los bordes de las pastas cuando su mano fue retirada.
-Nada en esta tienda se toca señorita-le reprochó una voz grave, que al girarse a su derecha descubrió que se trataba de un viejo con una barba poblada y un rostro cubierto por unas espesas cejas como si de gusanos se tratara.
Sam forcejeo para soltar su mano del agarre del hombre y él la soltó con facilidad.
Ella retrocedió unos pasos hacia atrás y analizo al hombre que también la estudiaba con semblante molesto.
-Lo siento-

No era lo que buscaba pero pasaria a ver y preguntar por las direcciones.
Por la vitrina medio empañada pudo obtener una visión previa de la habitación. Del techo colgaban los focos que aportaban la mayor parte de la luz al interior, pero también en el centro vio que colgaba un viejo candelabro que la atrajo rápidamente. Con determinación en el pecho jaló la puerta de la tienda, al mismo tiempo que una campanilla tintineaba por encima de su cabeza advirtiendo su presencia.
Del interior también provino un fuerte aroma a té de tilo acompañado con el vapor del agua, que invadió la piel de la joven con una tibieza que agradeció a comparación del frío exterior.
—Bienvenida, señorita.—saludó el anciano detrás del mostrador inclinando la cabeza, de la manera en que todos se saludaban en la ciudad. A este el cabello le caía por la espalda relleno de canas. Cuando le dirigió una sonrisa, su frente reveló todas las arrugas de su edad, el hombre debía tener sesenta años por aquel tiempo.
En el interior del lugar las cosas eran más bellas; la pared lateral al mostrador rebosaba de pinturas de paisajes campestres, en las esquinas predominaban los muebles heredados por los reyes y sobre estas habían sido colocadas las estatuillas de cobre inspiradas en héroes ficticios.
Samantha avanzó por la habitación manteniendo sus dedos a centímetros de los objetos que iba contemplando, cuando pretendía tocarlos en su imaginación sus labios se separaban denotando su admiración.
—Buenas tardes.—saludó de la misma forma cuando volvió de su ensimismamiento. Vio el vacío del lugar extrañada—Cuando lo encontré entre las opciones imaginé que el lugar estaría repleto de turistas.
El lugar estaba totalmente vacío a excepción de ambos y Samantha se quedó de pie con desconcierto.
El anciano la miró con algo de lealtad, le resultaba un descanso no haber tenido que buscar una conversación. El señor Robert naturalmente era un sujeto distante.
Para la suerte de aquel vendedor, Samantha siempre tenía cosas que preguntar o contar a las personas.
—Es sencillo—respondió de inmediato con su voz tenue—en estos días no tenemos muchas visitas, porque los visitantes escogen los sitios donde se concentran las actividades más interactivas, se inclinan más por la plaza Libert, como seguro ya habrá visto.
Retomando su diálogo le preguntó si era extranjera, argumentando que no tenía la apariencia de una pobladora local.
—Sí, de hecho. No tanto, vivo a unas horas de acá.—respondió Samantha considerando la posibilidad de que este pensara que venía, como gran parte, de los países vecinos.
La joven rodeó la habitación acechando los objetos; había adquirido amor por las cosas viejas por el tiempo que había pasado entre ellas durante su infancia.
Permaneció ante el único exhibidor de cristal hasta encontrar lo que quería.
—¿Plata esterlina?—preguntó aventurando por un conjunto de utensilios de cocina esparcidos sobre una especie de estuche de terciopelo azul.
—Correcto, esas fueron fabricadas a mitad del siglo XIX—comentó el anciano colocándose a la derecha de la chica, y estirando una mano le indicó lo que quería que viera—los detalles que ve acá fueron tallados a mano especialmente para los reyes, que luego de unos años pasaron a pertenecer a los nobles y por último a Liturs. ¿Sabe? alguna vez el terciopelo llegó a ser especialmente para los reyes.
—Las cosas han cambiado demasiado—convino.—esto es fantástico, veo que tiene las mismas líneas que algunos de los rincones de los edificios, ¿a qué se debe?
Ambos volvieron a incorporarse detrás del escritorio repleto de plumas, cera y sellos.
Dichas líneas se arremolinaban arqueadas una sobre otras, como letras entorpecidas.
El señor habló alisando su overol de trabajo:
—Bueno, se cree que este conjunto de líneas puede alejar la mala suerte, por eso es que varios mandaban a imprimirlas en los objetos cotidianos e incluso en los exteriores de las estructuras. —explicó—Este edificio las tiene. Pese a que no comparto esa ideología, puedo compartirle que jamás me ha faltado ni sucedido nada terrible, así que algo de verdad tendrán nuestras historias.
—Qué magnífico, es esto lo que me agrada de Armelia: su cosmovisión sobre el mundo —dijo con entusiasmada sinceridad. Los ojos de la joven se expandieron al darse cuenta de su descuido—¡Oh, olvidé presentarme! Samantha Carrigton.—dijo animada ofreciéndole su mano para estrecharla.
El señor Robert tendió la suya con aire retraído. Pese a su naturaleza debía admitir que la muchacha le agradaba, porque su forma de hablar le recordaba a su difunta nieta.
—Robert Franklin.—se presentó.
Samantha separó sus labios para hablar más, pero antes de poder hacerlo la campanilla volvió a tintinear a la vez que la tetera comenzaba a silbar en la estufa del fondo.
En la tienda acababan de entrar dos adultos jóvenes.
En aquel momento Samantha podía jurar que hacía menos frío con la puerta abierta que con ellos adentro.
La calidez que había sido aportada por la estufa, había sido reemplazada por una brisa gélida que les puso los vellos de punta a los dos.
Ambos jóvenes tenían una complexión física peculiar; la chica medía casi dos metros y a Samantha le parecía que algo en sus pupilas grises cambiaba constantemente a varias tonalidades. El joven era completamente pálido, en comparación con su hermana, y sus pupilas eran mucho más oscuras que las de ella.
Ambos compartían una apariencia deshumanizada.
Con la presencia de los dos espectros, la luces parpadeaban con frecuencia como si estuviesen a punto de extinguirse. También la estufa de acero había empezado a arder, sin lograr siquiera que la habitación se entibiara un poco.
Samantha se sintió acorralada cuando los extraños la vieron.
El anciano los miró desinteresado.
—¿Qué es lo que buscan?—preguntó el señor Robert con tono descortés, luego de apaciguar las llamas de la estufa.
—Una daga.—respondió la joven de manera seca.—Para un hombre maduro, con gustos excéntricos.
El anciano cuestionó el hecho de venderle a aquel par de desconocidos. Mientras se servía el té deliberó sobre aquello.
—No molestaremos más, nos la da y nos vamos.—añadió el joven que tenía la voz más calmada que su acompañante. Al ver que no estaba convenciéndolo, probó con otro método más miserable.—hemos venido desde muy lejos , ¿no es así Arazu?
La joven no respondió.
—Sería terrible volver con las manos vacías.—agregó, jugando su última carta.
Su hermana lo estudió extrañada; el chico no tendía a comportarse de forma apacible, sus métodos eran más atroces y nada benignos.
Al señor Robert no le agradaba que aquellos dos invadieran su tienda, al igual que a Samantha no le daban buena espina. Le traían desconfianza, aquellos dos no eran coleccionistas y aquello podía deducirse con su mirada.
En ellos, "una daga" bien podía ser interpretado como:
Algo que atraviese la carne y mate.
Pero reflexionando, se dijo: "Ya están grandecitos para discernir entre lo bueno y malo", sorbiendo de la taza y despreocupándose.
Puesto que le dolían sus articulaciones, consideró a Samantha como su ayudante. En tiempos pasados su nieta también lo había ayudado cuando el dolor lo achacaba, y Samantha se parecía a ella, al menos en su modo de responder.
Por otra parte, lejos de la añoranza, la joven parecía estar capacitada.
Percibía como Samantha denotaba un fuerte interés por los objetos de la tienda, los contemplaba como si se tratasen de un evidente misterio. La joven podía ver los atisbos de las historias que aquellos guardaban, estaba consciente de como ella muchos habían visto el mundo antes con la misma sed de conocer que la juventud brindaba. Por último, claramente no era una cabeza hueca como la gente de su edad.
—Muchacha, ¿sería tan amable de... —pidió a Samantha, que le respondió abarcándolo con la mirada, el hombre desde su silla asintió con aprobación.
La joven rumió un instante sobre por qué la dejaba hacerlo. Sin embargo, obedeció porque también deseaba deshacerse de los jóvenes.
Así Samantha hizo el proceso, escogió la daga que más la cautivaba.
Cuando la tomó, imaginó los últimos dedos que la habrían sostenido, y a falta de respuestas, se inventó un desenlace para aquella acción. Supo, sin saber cómo, que había servido para el derramamiento de muchas vidas.
Depositó el arma en su determinando estuche, pensando en lo extraño que obraba el tiempo; la daga quita vidas estaba siendo vendida a un par que no sabría jamás cuántas carnes había perforado.
Los clientes pagaron con un bulto de efectivo.
—Guarda el cambio.—le dijo la chica con una sonrisa sardónica.
Entonces los dos se marcharon, sin agradecerle.
La tienda regresó a su estado inicial, el calor volvió y las luces dejaron de parpadear.
—¿No le parecieron algo extraños? —preguntó Samantha con intranquilidad, a lo que el hombre respondió:
—Sí, bueno, pero ese ya no es asunto nuestro.
Luego le ofreció una taza de té.
...

Esdesth y los dioses perdidos  [En curso] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora