five

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Pongamos que hablamos de Madrid. Una ciudad enigmática. En sus calles, Amelia se sentía como una hormiga sin rumbo; casi extraterrestre. Probablemente a esas horas ya había corrido la voz en el pueblo.

Devoción se echó a llorar cuando Alejandro abrió las puertas de la iglesia. Todo el mundo se puso en pie. Hugo tragó saliva. Y aunque esperó, nadie caminó hacia él. El murmullo se extendió como un rumor. Su nombre, fue mencionado hasta emborronarse. Nadie vio a Tomás Ledesma perder los nervios en el exterior, pecando de rabia. Fuera de sí. Impotente, porque le acababan de lanzar el peor jaque de su vida. Y sin saberlo todavía, Amelia estaba ya en la capital. Alejandro se había despedido de ella en la estación. Se habían mirado con el miedo irracional de no volverse a ver nunca más y le había prometido que cuidaría de todo el mundo. Incluso de Hugo.

— ¿Sabes dónde ha ido?, ¿Dónde está? —imploró la mujer, a su hijo. Alejandro le debía a su hermana silencio. Y podía darle a su madre todo lo que le pidiese: menos aquello. Con todo el dolor del mundo, la miró a los ojos y negó. Siempre le había resultado fácil mentirle. Era algo natural en la adolescencia. Todas esas veces que él y Amelia se habían escabullido a sus primeras fiestas... pero aquello era realmente diferente. La única traición que podía salvarla.

Porque, aunque no lo entendiese, Amelia era la oportunidad que ella, Devoción, no había tenido. Alejandro no podía dejar que la enjaulasen. Era una fuerza de la naturaleza; el símbolo vivo de la libertad.

Quizás porque él lo había tenido fácil. Pero aquella era la única forma que tenía de remediar lo que le había costado tanto tiempo comprender. Porque Alejandro nunca había sido capaz de enfrentarse a su padre. Quizás debía haberlo hecho antes. Lo cierto era, que se había pasado muchas noches en vela. Debatiéndoselo. Porque habían crecido con las lecciones del silencio: Que era mejor callar y tragar que enfrentarse a la autoridad. Alejandro había soñado con ser nadie. Soñado con no tener aquel peso sobre sus hombros. Pero al final del día, veía la responsabilidad en su propia mirada, en el espejo. Marga iba a ser madre. ¿Qué tipo de hombre quería ser?

La vida había dejado de ser simple en el momento que habían dejado de mirarla con buenos ojos. Y el amor... el amor era mucho más complejo que aquello. Hugo no parecía un mal hombre, pero ahí parado, frente al altar, solamente se trataba del otro extremo de una oferta de negocios frustrada.

— ¿Desde dónde llamas?, ¿Estás en Malasaña?

— Un teléfono público. Sí, justo en frente...

Las calles de Madrid habían vivido muchas cosas. Amelia recorrió sus primeros pasos por aquella ciudad pensando en si realmente aquel era su sitio o, se trataba simplemente, de una mera idealización de adolescente, cuando sueñas despierta con días mejores. Se paró en frente de un edificio viejo. Había una cabina de teléfono junto a ella. Aún no se había atrevido a subir, pero definitivamente, era mejor eso que una habitación de hotel compartida.

Carlos De la Vega era un viejo amigo de su hermano. Recordaba con vagueza las reuniones que las dos familias habían orquestado cuando eran niños. Una casa tremendamente grande. Un césped que olía a recién cortado. Al parecer, ya no quedaba nada de eso. Los padres de Carlos hacía tiempo que habían fallecido. Solo tenía ese hotel. Pero era suficiente como para hacer una fortuna, claro. Y el hombre, le había concedido el honor de trabajar doblando sábanas en él. No tenía nada propio. Ni si quiera aquel apartamento. Era una de las propiedades que Margarita había heredado tras morir este.

— Bien. Recuerda cerrar la puerta bien. Mañana enviaré a alguien a que te mire la cerradura, solo por si acaso...

— Eres un exagerado.

la ley del desorden | luimeliaWhere stories live. Discover now