three

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Luisita supo, en el primer instante que miró a  Amelia a los ojos, que era pura pasión. No solamente por su trabajo... más bien por todo.

Pero al mismo tiempo sentía que existía entre ambas un muro que las separaba. Y no solamente a ellas. Casi como si la morena viviese en un rincón inaccesible: una dimensión totalmente opuesta.

Tampoco la conocía mucho, pero Luisita tenía la terrible manía de analizar demasiado las cosas. Tenía que reprenderse a sí misma de mirarla de soslayo mientras caminaban; pero era una sensación que ni si quiera ella misma podía controlar: mientras que Amelia se movía a su lado en silencio por la calle, la rubia tenía una necesidad imperiosa de romper la calma con algún que otro vocablo. Una pregunta. Una palabra. Pero todo sonido se quedaba en el aire cuando dirigía sus ojos a ella, para acabar apartándolos mientras se sentía como una idiota.

Se resignó. Entraron en el edificio y sus tacones hicieron eco en el largo pasillo. Arrugó la nariz ante la mezcla de olores en el ambiente. Amelia no pareció inmutarse. Solamente la vio juntar sus labios unos segundos, como si quisiese arreglarse el carmín antes de entrar al interior. Frente a ellas, la habitación 207, a puerta cerrada.

— Aquí es—dijo, parándose frente a la puerta. — ¿Lista?

Las primeras palabras que conseguía de su superior y no fue capaz de responder. Porque en realidad no lo estaba. O tal vez sí, solo nerviosa. Pero quiso aparentar que tenía toda la confianza del mundo en sus talones.

Sin embargo, cuando Amelia le devolvió la mirada, se sintió tan expuesta que hasta sintió pudor. Casi como si hubiese sido capaz de leer sus pensamientos:

— Escucha, va a ir todo bien, ¿Vale?, tú solo escucha. Y si te pregunto algo, pues responde. Te has estudiado los informes, ¿Verdad? — Inquirió. Sus facciones dibujaron seguridad en el rostro de la rubia. Casi como si esa sonrisa, no del todo apagada, pero apacible, fuese la semilla para la calma de la menor.

— Enrique Castañeda... accidente laboral... Ordóñez, ¿Verdad? —repasó.

Amelia simplemente golpeó sus nudillos contra la puerta que daba a la habitación:

Sintió el ambiente cargado nada más respiró en  primer paso en el interior. Las ventanas estaban cerradas; un ambiente tenue sobrecogió a las abogadas. En la cama, deshecha, yacía un hombre, joven. Luisita no llegó a distinguirlo por la oscuridad. No estaba solo, junto a él había una chica; quizás un par de años mayor que él. Era enfermera, aunque por su cara, quizás la profesión la llevase por dentro.

— Ana, cariño—Amelia se acercó hacia ella. Sus cuerpos se fundieron en un abrazo, bajo el único rayo de sol que atravesaba la habitación. Se saludaron como viejas amigas, la mujer era pelirroja y tenía un rostro cansado. Las ojeras nublaban su expresión, y se podía ver el desgaste en la forma que tenía de moverse.

— Perdonad por la oscuridad. Enrique no soporta la luz, le da dolor de cabeza—dijo. Luisita se fijó en él, ni si quiera se movió. Como si estuviese allí, pero no. Había leído el informe: Enrique era un joven obrero que trabajaba en una constructora de bajo coste. La promotora les había llevado a la reforma del hotel de los De la Vega, recién adquirido por los Ordóñez, uno de los apellidos más sonados de Madrid. No existían medidas laborales algunas. Los contratos se firmaban a dedo y mucho menos, seguros.

Según afirmó Ana después, la mañana del accidente, llovía como nunca en Madrid. El cielo estaba oscuro, pero eso no fue ninguna excusa para dejar la obra. Su madre le había comentado algo al respecto, que un muchacho se había caído de un andamio, pero nadie realmente sabía muy bien cómo ni cuando. Por aquel entonces, Luisita seguía en Barcelona, con la mente, definitivamente en otros asuntos.

la ley del desorden | luimeliaKde žijí příběhy. Začni objevovat