four

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CUATRO

El asturiano era un bar de plaza, que tiene sus clientes habituales y en el que a veces se refugian caras nuevas. Sobretodo en los días más fríos en Madrid, esos en los que se congelan las ventanas de los coches y en los que se hace un poco más difícil salir de la cama. Un café, la panacea del invierno. Por aquel entonces, no costaban más de setenta pesetas. Era un buen precio, sobretodo, si a eso le sumabas que cuando Marcelino estaba de buen humor, solía acompañar a la taza con una pequeña porra envuelta en una servilleta. El problema era que últimamente, churros había pocos. Se rumoreaba en la plaza... bueno, más que un rumor, era una verdad como un templo, que Manolín Gómez había vuelto a suspenderlo todo. Y cuando digo todo, me refiero hasta el mismísimo recreo. Así que lo tenían sirviendo mesas día sí y día también, hasta que se cansaba y su única salida pues... eran los libros.

Con el inicio del nuevo curso, su padre estaba algo más tenso de lo normal, y Luisita ya empezaba a arrepentirse de haber elegido a aquel lugar como su centro de estudio. Primero había salido huyendo de los sermones de su madre, que, en ese caso, si estaban hechos a medida. Y como su abuelo no estaba para defenderla, había bajado al asturiano. Para encontrarse con otra bronca, claro.

— Anda, papá... Ponme otro café—pidió, cansada, mientras levantaba la mirada de aquella pila de papeles. Manolín agradeció la tregua a pesar de que su padre le prometió que aquello no se iba a quedar así y con cierta travesura, se acercó a cotillear lo que su hermana tenía sobre la mesa. Adelantándose, Luisita cubrió sus cosas con las manos.

— Es confidencial.

— Pero si se queda en familia. Vamos, ¿No puedes contarme nada? —inquirió, alzando una ceja.

Sí, estaba atascada. Pero probablemente su hermano sería su último recurso en aquella situación. Él, el más pillo de toda aquella familia y que lo más cerca que había estado de la ley había sido cuando uno de los policías del barrio le había traído a casa de la oreja por una de sus múltiples gamberradas. Al principio su madre alegaba que se trataba de las malas influencias... pero tanta mala influencia no existe. Cansada, había aceptado la verdad: su hijo no era un pobre gamberro, más bien, un listillo. Pero solamente para lo que quería.

— Café para la abogada—anunció su padre mientras dejaba la humeante taza sobre la mesa— Y tú, deja de molestar a tu hermana y ponte a barrer, anda... ¡Qué con tal de escaquearte!

Refunfuñando, su hermano se despidió de sus insistencias y le cedió el turno a su padre. Quisiesen o no admitirlo, eran más parecidos de lo que creían. Marcelino se sentó en la silla frente a ella y apoyó los codos sobre la mesa. De las pocas en el bar que no tenían una pata coja, por supuesto. De fondo sonaba la radio. La música sabía a vinilo antiguo, pero estaba tan bajita que ni si quiera llegó a reconocer la canción que sonaba.

— Bueno, ¿Entonces?

— Entonces... ¿Qué?

— Que... bueno, ¿Qué estás haciendo?—preguntó, finalmente, al borde de el orgullo y emoción—. No es por echarme flores, pero... yo me acuerdo de los primeros casos de tu hermana, eh... sí, venía con unas carpetas como esas y... bueno, que cuando se atascaba me pedía ayuda, ¿Sabes?, por no decirte... Que fui decisivo en alguno de sus casos...

Su padre tenía muchos pájaros en la cabeza. Y conociendo a su hermana, le habría soltado alguna mentira para que le dejase en paz. Se lo preguntaría, probablemente, en su próxima llamada a México... Y tendría razón. El problema era que a Luisita no se le daba tan bien mentir. No podía perder el tiempo contándole alguna patraña a su padre. Necesitaba salir de aquel callejón sin salida en el que se encontraba. Una puta pared.

la ley del desorden | luimeliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora