two

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Luisita se marchó antes de que María pudiese decir nada. La máquina de café echaba humo, y en sus desesperados intentos por arreglarla, la rubia no solamente había descubierto que no tenía madera alguna para servir copas, sino que, eso de ser camarera, no iba para nada con ella.

Dejó un charco de café en el suelo, y se despidió de Gustavo ordenándole que se encargase de limpiarlo antes de que apareciese su hermana. El muchacho obedeció, pues aunque ni era su jefa ni tenía poder alguno sobre la él, era casi igual de patán que ella. Por no decir más.

Por suerte, no se le había manchado la ropa.

Se ajustó el jersey antes de salir del King's. Era azul y ajustado, y combinaba perfectamente con la falda del mismo color, —algo más claro—, que se ceñía a sus caderas. Antes de volver a Madrid su hermana Lola la había llevado de compras, alegando que ella sabía bastante de moda y que, para ser una abogada respetable, la imagen era importante. Leonor se había reído cuando se lo había contado, y aunque hubiese confiado más en María para todo aquel tema de vestimenta, cuando se había mirado al espejo aquella mañana, no se había visto tan mal.

El edificio que se alzaba ante ella era alto. Se trataba de una construcción residencial, a solamente dos calles del King', levantada con cierto tono poético. Sin embargo, el interior era distinto: Luisita sintió ese ambiente revolucionario del que su profesor le había hablado nada más sus pies chocaron con la primera baldosa. Las paredes estaban llenas de carteles. Pósteres, algún que otro folleto electoral en el suelo... y olía a tabaco.

Luisita cogió uno de los flyers. Parecía que habían caído del cielo sin ton ni son y que nadie se había parado a recogerlos. Era simple, una mezcla de colores: blancos y rojos.

«partido comunista de España», leyó.

Una sonrisa suspicaz se dibujó en sus labios y se guardó aquel papel en su bolso. Respiró y sintió como Barcelona se colaba, —casi sin querer—, en sus adentros.

El ruido de un teléfono la sacó de aquella parsimonia. La puerta estaba abierta, pero no había demasiado ajetreo a aquellas horas. Solamente pudo distinguir a una mujer, cuya cara sintió haber visto antes, sentada sobre su escritorio. Tenía el pelo corto, unas gafas grandes y una mirada algo frustrada. Luisita la encuadriñó durante unos segundos, en un intento de averiguar si realmente la había visto antes o no, hasta que fue ella la que giró la cabeza y la encontró con sus ojos.

— ¿Necesitas algo? —preguntó.

Sacudió la cabeza y se atrevió a entrar por fin.

— Eh... sí. ¿Dónde puedo encontrar a Emilio Santos? —preguntó. Notó su estómago revolverse. Había tenido tantas cosas en la cabeza que no se había permitido estar nerviosa. Sin embargo, cuando la vio a ella, bajó la guardia.

Después de todo, la mujer dibujó una sonrisa amable en sus labios.

— Allí, a la derecha— señaló una de las puertas que se escondían, cerradas, tras una pared que actuaba como divisor. No era un lugar grande. No tenía varias plantas o albergaba un despacho privado para cada uno. Más bien, las mesas estaban tan cerca las unas de las otras que Luisita sintió algo de vértigo. En aquel espacio había cuatro en total. La de aquella mujer; una vacía y otras dos que estaban visiblemente ocupadas. Una estaba algo más desordenada que la otra: casi como si alguien se hubiese quedado hasta tarde trabajando y se le hubiese olvidado recoger aquella pila de papeles que decoraba el escritorio. Se fijó en que sobre una de ellas, había una luna. Era pequeña y de porcelana; la pintura brillaba, desgastada, casi como si la hubiese amasado un niño.

Sonrió de forma casi involuntaria.

— ¿Luisa Gómez? — Un hombre que había perdido la batalla contra las canas salió de su despacho. Tendría unos cuarenta y cinco años y llevaba una chaqueta de pana verde. Luisita reaccionó, apartando la mirada del escritorio y apresurándose a entrar en el despacho cuando el mayor le abrió el paso.

la ley del desorden | luimeliaWhere stories live. Discover now