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SIETE

Amelia no pasó la noche en casa. Marina no esperó su llegada después de las once. Y supuso que estaría una vez más en el único sitio del cual no habían hablado nunca. Absolutamente nada.

Se despertó entre las sábanas blancas, oliendo a sexo, y con Madrid a sus pies. La alta atmósfera de aquel hotel en Gran Vía, el mundo, como pequeñas hormigas. Y su cabeza, tan llena de pensamientos que necesitó despojarse del calor humano y salir a la terraza.

Si habían acabado allí aquella noche había sido por eso: porque Amelia solamente sabía recurrir a ella cuando estaba agotada. Sara, sola en casa y desesperada. Aguardando su llamada, jamás hubiese podido darle una negativa. Héctor estaba con cualquier puta de los suburbios de Madrid. Porque su mujer nunca era suficiente. A Sara le daba igual. No amaba absolutamente nada de él. Su dinero, quizás. Pero lo dejaría todo por Amelia, si esta se lo pidiese.

— ¿Por qué últimamente te despiertas tan pronto?—preguntó—. Anda, vuelve aquí.

Su cabello pelirrojo se reflejaba en dorado por la luz que se colaba por el ventanal. Amelia no se movió, y fue Sara la que se levantó para colarse en sus pensamientos. Deslizando sus manos por sus caderas. Y entonces, de repente, era ella: cerezas. Su nariz en su hombro. Sus dedos finos. Y su cabellera rubia en la madrugada de Madrid.

— ¿En qué estás pensando? — Amelia se giró para buscar sus ojos. Avellana. Paz. Brillantes como el sol que salía en el horizonte. Amelia tocó su mejilla de porcelana. Y casi pudo sentir que era real.

— En ti—susurró. Luisita volvió a mirar sus labios, como lo había hecho la noche anterior. Pero no alcanzó a besarla. Porque de repente su olor se esfumó. Y el tacto desapareció de entre sus dedos para convertirse en la suavidad de sus sábanas. No había hotel en Madrid.

No había Gran Vía. Amelia había vuelto a casa. Se despertó en mitad de la noche. Probablemente, las cuatro y tres minutos de la madrugada. Desconcertada, por la manera en la que Luisita Gómez se había colado en sus sueños. Y como sus fosas nasales habían memorizado su perfume. Le había parecido hasta real. No iba a poder mirarla a la cara.

Esperaba que no le guardase rencor a su silencio. Amelia verdaderamente no había podido decirle nada. Por mucho que le hubiese gustado darle su pieza del puzzle. Si involucraba a Luisita en aquello... probablemente no podría perdonárselo: porque tenía muchas cosas por delante. Demasiadas como para echarlo todo a perder.

No sabía por qué, pero se sentía protectora a su alrededor. Como si tuviese que evitar a toda costa que conociese el mal que existía en aquel mundillo. El mismo que ella había experimentado. No creía que Luisita fuese una persona débil. Pero sí que no es el sufrimiento lo que nos hace más fuertes.

Suspiró. E incapaz de volver a conciliar el sueño, se retiró al salón, envolviéndose en su manta favorita y centró sus ojos en los documentos que le había traído Marga hacía ya unos días. No le había dado tiempo casi a despedirse de ellos. Ida y vuelta. Un último abrazo. Y volvía a sentir la soledad de Madrid abrumarla.

Lo peor era el dolor. Sentir, al leer, que se trataba de su padre el mismo que escribía aquellas palabras:

Homosexualidad. Enfermedad. Terapia de conversión. Electroshock. Reprimir los impulsos. Reconducir al sujeto. Normalizar al sujeto. Corregir.

Tuvo que cerrarlo de golpe para no vomitar en él.

— x —

Luisita era incapaz de dejar de dar vueltas en la cama. Leonor. Amelia. Sobretodo Amelia. Su nombre rebotaba en su mente: en todas sus formas y colores. En eco. Vacío. Profundo.

la ley del desorden | luimeliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora