Período canicular [18]

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La combustión del sol está haciéndome transpirar la nuca, la frente y cuando un Hyundai Excel color verde pino se detiene justo frente a mí, también las manos

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La combustión del sol está haciéndome transpirar la nuca, la frente y cuando un Hyundai Excel color verde pino se detiene justo frente a mí, también las manos. Giselle conduce el auto mientras fuma Marlboro; se alza las gafas de sol y escudriña las ordinarias formas de la colonia Río Rojas. Ella no da ningún indicio de querer mirarme. Por el asiento del copiloto no tarda en bajar Diego Barrales, ahuyentando las fumaradas de su madre como si fuesen zancudos. El auto, en un traqueteo agonizante digno de un matusalén, vomita una nube negra por el tubo de escape y se aleja del vecindario.

Diego Barrales se queda ahí parado, a mitad de la calle, con los ojos sobre mí y una mano dentro del bolsillo de sus pantalones cortos. Lleva una camiseta ancha con el estampado de un nativo americano y si te concentras en sus pies, puedes confirmar que está utilizando sandalias con calcetines. Entre las ondas espesas del calor de junio, su figura casi parece una alucinación.

Le da un trago a un cartón de limonada de un litro del que resbalan gotas frías y se acerca con una mirada que no comunica nada en lo absoluto. Me quedo parado a mitad de la puerta de la lavandería de Doña Carmen: nadie entra ni sale durante mi turno. Las lantanas que le ayudé a colgar a Doña Carmen en sus macetas colgantes ahora están sobre mi cabeza y casi puedo verlas encenderse —titilar intermitentes— por la presencia de Diego.

El ventilador de techo dentro de la lavandería me pega en la coronilla y de pronto mi cuerpo está helado y en tensión; una liga de hule estirándose, estirándose, estirándose.

Diego está parado justo delante de mí. Él dice: «No vengo para unirme a la banda.»

Y se suelta.





Por favor, dime que mis tímpanos no están sangrando. Cuando termino de cantar Parecido al azul abro lo ojos y deseo que ninguno me esté mirando con angustia. En realidad, solo parecen un poco inconformes.

—Vamos a repetirlo una vez más. —Inés es la primera en opinar—. Boris, creo que podrías soltarte un poco más, ¿no crees?

Me muerdo la lengua. Mis oídos están punzando, me pregunto si será alguna clase de venganza de su parte por lo del otro día.

—Sí, creo que estás algo tenso —me confirma Jimmy, haciendo un ademán innecesario con sus manos y sus hombros—. Es solo un ensayo. Intentemos relajarnos. Conozco unos ejercicios de respiración por si quieren hacerlos.

—Ahora no, Jimmy. Y no, lo siento, pero este ensayo es muy importante. El concurso está a la vuelta de la esquina, para este punto todo debería escucharse perfecto.

—Entiendo, Emanuel. Solo denme unos minutos. —Me quito la guitarra y me sobo un poco la cabeza con los ojos cerrados.

—¿Seguro que estás bien, Boris? —Jimmy me observa con consternación—. ¿Cómo están tus tímpanos?

Abro la boca, pero no respondo. Miro la pared más cercana, resistiendo la tentación de tocarme las orejas.

—Miren, sé que todos quieren que Boris cante estas dos canciones en el concurso. Pero estuve pensando y yo he practicado mucho... —Emanuel nos mira expectantes. Ha vuelto a retocarse el color azul del cabello. Eso debió de terminar de darle la confianza suficiente para decirnos lo que acaba de decir. Estoy seguro de que lo ensayó frente al espejo.

Hijos de SaturnoWhere stories live. Discover now