Insecto venenoso [19]

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Puedo ver por la ventana de la habitación de Diego una noche caliente y pesarosa

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Puedo ver por la ventana de la habitación de Diego una noche caliente y pesarosa. Sus cortinas, ásperas y deslucidas, son tan largas que se arrastran muertas por el suelo. Afuera, la calle desierta, las ventanas taciturnas, los perros dormitando junto a las puertas y alguien llenando páginas de diario a la luz de un cuarto creciente de luna. En esta ciudad puedo contar las estrellas con los dedos de una mano. Algo me dice que no volveré a estar parado en este sitio jamás. Sé que el verano está a punto de terminar y ahora estoy forzado a encontrar el encanto en un paisaje intrascendental porque nada de esto volverá a mí.

Diego duerme, su cabello asoma por encima de las sábanas como espesos rayos de sol. De tan solo recordar nuestro encuentro de hace poco siento un cálido retortijón que asciende hasta la punta de mis orejas. Nuestra ropa en el suelo, yo todavía  desnudo y con la sangre estimulada. Decido volver a la cama y echarme encima suyo con la boca en el hueco de su cuello. En este pequeño espacio de existencia me invade el aroma a coco y leche.

Mi piel de nuevo sumergida en la suya, nuestras piernas amalgamadas y esa presión entre las ingles. Podríamos ser felices si nos lo propusiéramos, pero ahora su sonrisa está hecha de resquemor; mira hacia la ventana; la angustia de un nuevo amanecer. Esta noche terminará como todo termina, aunque esto nunca haya comenzado. Sé que es inexplicable.

—Todavía no amanece —le hago saber.

Mañana tendré que irme antes de que Giselle se vaya al trabajo o después de que lo haga. Hemos llegado tarde a casa de Diego; Giselle ya estaba en su habitación para entonces. Dormida, quiero creer. Hoy no planeo comer cereal a las tres de la mañana, y puede que ninguna otra madrugada.

—Estás desnudo —señala.

—Tú también. Aún tenemos tiempo para..., bueno, para lo que queramos.

Diego suelta una risa que no sé distinguir entre desazonada o somnolienta.

—Mejor vamos a dormir, Boris.

Esas palabras ponen una mueca en mi rostro.

Esto terminará más rápido si lo hago.

—Aquí estoy. ¿No me sientes?

Diego cierra sus ojos con la misma facilidad que una hoja se desprende de un árbol.

—Diego.

Él vuelve a abrir sus ojos con una sonrisa mustia. Yo estoy mirándolo directo a la cara, con el codo como soporte y una mano sosteniendo mi cabeza.

—¿Qué sucede?

—Estoy aterrado por la cirugía.

—Te anestesiarán. ¿A qué le temes exactamente?

—¿De verdad me estás preguntando eso?

—Lo siento, Boris. Estoy más dormido que despierto.

Hijos de SaturnoWhere stories live. Discover now