Rata muerta [5]

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Hay una masa burbujeante de fuego allá a lo alto mientras Emanuel y yo andamos por la colonia Floresta

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Hay una masa burbujeante de fuego allá a lo alto mientras Emanuel y yo andamos por la colonia Floresta. Siento la coronilla caliente y las suelas de los zapatos derretidas. Es jueves y buscamos la casa de un desconocido que podría rompernos el cuello con un solo movimiento y después vender nuestros cuerpos al mayoreo en el mercado negro.

Es jueves y buscamos la casa de nuestro baterista, un tal Jaime Valdeon. En las grabaciones que me enseñó Emanuel, a duras penas asomaba su barbilla. Lo único que se veía con claridad eran sus brazos robustos atestados de venas y tatuajes. En mi cabeza tengo bien grabada la imagen de sus puños cerrados en torno a las baquetas, mientras lanzaba golpes a los toms, a los platos, al bombo... Lo imagino como un sujeto con facciones de dogo argentino y que tiene un fetiche con masticar piedras. Llamó la semana pasada y Emanuel quiso escucharlo en vivo.

—Me dijo que le gustaba que le dijeran Jimmy, no Jaime. Así que cuidado, porque a la primera equivocación, capaz y decide sacarnos los pulmones.

De pronto Emanuel me parece un espagueti andante. Tengo ganas de decirle que está siendo un exagerado, pero estoy demasiado ocupado repitiendo en mi cabeza: «Jimmy Jimmy Jimmy».

—Creo que es la casa de allá. Me dijo que era una amarilla. Y que además tenía un pino.

Emanuel se detiene de pronto, ahí, a mitad de la calle. Con la cara sudada, lo veo sacar un cigarrillo y encenderlo con los dedos tensos. Tarda un minuto entero en darle una calada. Le digo:

—Date prisa, está haciendo un calorón.

La casa está rodeada por un muro de un metro de alto al que le salen por encima unas rejas metálicas terminadas en punta, entre estas se escabullen puñados de buganvilias y las ramas de un árbol de naranjas. Hay una naranja podrida a mis pies, justo en este punto puedo ver el jardín delantero divido en dos, y en medio, un camino de loseta que lleva a un porche pequeño.

Estamos delante de la puerta de metal, noto que hay un timbre junto al buzón. Estoy a punto de apretarlo pero Emanuel me baja el brazo y susurra:

—Huele a muerto.

—Serás tú.

Emanuel me lanza una miradilla de disgusto; he descubierto que no tolera las bromas con respecto a su persona, en especial las relacionadas con su físico. Esta vez lo deja pasar y pienso que sucede algo grave; me apunta el jardín tras las rejas, tras el naranjo, y logro ver a un chico sacando tierra con una pala. Hay un pequeño montón a lado de sus piernas. Casi puedo ver la cara de muerto de Emanuel ahí enterrada, entre la tierra húmeda, con los gusanos saliéndole por la garganta y los conductos auditivos. Y a mí en los noticieros, hablando del excelente amigo que fue Emanuel Gascón al sacrificar su vida para salvarme.

—Es el tal Jaime. Mírale los brazos.

—El tal Jimmy, querrás decir —lo corrijo.

Emanuel me mira aterrado. Yo lo miro de la misma forma que miré al perro de mi tía Diana antes de que le aplicaran la eutanasia por un tumor cerebral. Mamá me llevó a verlo para al final del día poder decirme: «Por eso no quiero que tengas mascotas». Yo le respondí: «Yo también me voy a morir un día, y eso no te impidió tenerme».

Hijos de SaturnoWhere stories live. Discover now