Rodillas cicatrizadas [10]

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Inés dice que cuando tenía siete años se escabulló al cuarto de sus padres a eso de las tres de la madrugada

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Inés dice que cuando tenía siete años se escabulló al cuarto de sus padres a eso de las tres de la madrugada. Entre la ropa apilada en una silla y transformada en un ente maligno de la oscuridad, entre el aullar de los perros del vecindario y el rumor de un viento impulsivo, ella tocó el hombro de su padre con la fuerza o insistencia necesarias para despertarlo. Apenas él venció la fase REM, Inés le susurró: «Todos los ancianos son alienígenas».

Después de superado un susto de muerte, su padre la miró con unos ojos de absoluta decepción que hasta ahora no lo han abandonado.

El abuelo paterno de Inés murió tres días después de ese descubrimiento. En el velorio, a pesar de las miradas reprobatorias de su madre ante su nerviosismo, Inés sucumbió a la más grande oleada de energía de su niñez. Corrió junto al ataúd abierto de su santo abuelo y gritó hasta que la cara se le puso roja: «¡Escúchenme todos! ¡Una nave alienígena vendrá a reclamar el cuerpo del abuelo!».

La verdad es que algo sí terminó llegando ese día, un ser vestido de luto y con cinturón de cuero en mano: su padre. Él lloró con cada golpe que le propinó a su hija. Lloró por el abuelo, por supuesto.

La segunda ocasión en la que Inés mantuvo contacto extraterrestre, fue cuando conoció al amante de su madre.

Transcurrió en un restaurante de comida china a eso de las tres de la tarde, así lo cuenta Inés, que asegura recordarlo todo. Ella estaba con una amiga suya intentado decidir entre los tallarines con vegetales o las empanaditas rellenas de cerdo, cuando se encontró con que allá en la mesa del fondo, estaba su madre sentada junto al hombre más pálido que hubiese visto nunca. Ni siquiera era albino, solo un europeo que se autoproclamaba cosmopolita. Pero para Inés, supongo que al ver a su madre compartiendo entre besos el chow mein con un hombre que no era su padre, debió ser una escena que superó la propia grandeza del cosmos. O quizá solo fue el hecho de encontrar a un europeo en México engulléndose una orden de comida china.

Con su madre.

Inés relata que se puso de pie enseguida, caminó hasta la mesa del fondo y les echó una sopa wantán encima que no supo cuándo ni cómo apareció en su mano. La cara de su madre adquirió el mismo tono que la salsa agridulce; acababa de ir a la estética a hacerse los rizos. Inés salió corriendo después de eso, tomó el primer autobús a casa y se lo contó todo a su padre.

Inés escribió una canción, me la envió por correo electrónico. Cuando le pregunté por ella empezó a contarme todas esas estupideces que ahora yo les cuento a ustedes.

—Se llama Extranjero y quiero que tú la cantes.

Eso es lo que me dice en este momento. Se ha puesto una falda de pana verde y estoy mirándole las costras de las rodillas. Se ha arrancado una justo delante de mis ojos y ahora supura jugos transparentes. Si acaso fue un intento suyo para quitarme el apetito, debo decir que falló rotundamente. Al contrario, me ha hecho pensar en la salsa vinagreta.

Hijos de SaturnoWhere stories live. Discover now