Sangre seca [2]

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Me meto el dedo meñique en el oído; aún hay restos de sangre ahí adentro

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Me meto el dedo meñique en el oído; aún hay restos de sangre ahí adentro. Al menos dos veces al día los tímpanos me hacen: «bzzzzzz», señal de que no se me han curado por completo.

Me froto los dedos para deshacerme de la sangre seca y continúo sacando las prendas sucias del canasto para meterlas en la lavadora. Mi camiseta favorita de Caifanes, los pantalones viejos de papá, la blusa coral de mamá con una mancha de mostaza.

Descompuse la lavadora nueva de mamá para que me mandara a la lavandería. La ganó en un sorteo de la iglesia. Una Mabe Aqua Saver Green de 14,000 pesos. Desbaratarla es fácil: solo tienes que esperar a que mamá salga de casa, tomar un martillo, retirar la puerta frontal con ayuda de un destornillador y empezar a atizar golpes a todo el sistema mecánico. Y cuando ella regrese, será tan sencillo como decir: «Seguro fue una rata.»

Tuve que ingeniármelas para encontrar una rata muerta. Luego la metí adentro de la lavadora. Mamá contrató a un hombre calvo para repararla. Cuando el calvo abrió la puerta frontal, liberó un fétido olor a cadáver en descomposición, la rata medía casi medio metro de longitud con todo y cola. Mamá estaba asqueada y daba vueltas y vueltas diciendo que quería quemar la lavadora. Quémela. Quémela. Quémela. Pero señora, decía el calvo, la rata no mordió ningún cable importante y yo podría arreglarla en un par de días. De hecho, yo diría que el daño es más bien raro, pues... No, no, no. Quémela. Quémela. Quémela.

El calvo decidió echarla en su furgoneta para «llevarla al basurero». Le di cincuenta pesos por «la ayuda».  Al final se llevó una lavadora nueva de 14, 000 pesos más un extra de cincuenta pesos solo por haber venido. 14, 050 pesos en total. Una ganga, diría papá.

Fue gracias a eso que mamá empezó a mandarme a la lavandería. En realidad, yo me ofrecí con gusto; la lavandería de Doña Carmen es mi lugar feliz. Huele a detergente y a jabón en polvo. Las señoras escuchan a José José, a Juan Gabriel y a Luis Miguel. Junto a la puerta cuelgan macetas de barro: begonias, margaritas y verbenas. El local es pequeñito, tiene la pintura ya descarapelada y su anuncio es una imagen llena de marcas de agua.

Cuando yo debía tener como seis años, mamá solía ser un cliente recurrente. Mamá me compraba una paleta barata de chocolate y, mientras yo me entretenía brincando las grietas del concreto, ella se las ingeniaba con el canasto de ropa entre los brazos. Mamá asegura haber crecido como mujer y como madre de familia, y ve innecesario recurrir a una lavandería y, peor aún, mezclarse con las personas que frecuentan estos locales. Yo frecuento estos locales.

Hoy he visto un heliantemo en la grieta más grande. En esta misma grieta tropieza un chico que está usando sandalias con calcetines y que tiene un bigote de sangre seca. Es la imagen perfecta del desastre y por un segundo casi lo confundo con un pordiosero. Yo estoy echando mis calzoncillos a la lavadora cuando él entra al establecimiento y habla con Doña Carmen, que estaba muy tranquila viendo su telenovela desde un televisor montado en la esquina de la pared. Se la regaló uno de sus primos cuando estuvo en la Ciudad de México durante el gasolinazo.

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