Caperucita Roja

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Como todos los días, Peter Weissman se levantó a las seis y media de la mañana, se dio una ducha rápida tratando de no despertar a Paul y salió de la casa con dirección a la Comisaría 23. Ya desayunaría algo allí, pensó, había una máquina de café relativamente moderna, y raro sería si Charlotte no había traído unas cuantas de sus famosas galletas de mantequilla y miel para todos. Al final, pensó, no tomaría más que el café, y sería un milagro si no terminaba vomitándolo de todas formas.

El trayecto había sido uno de los que más le gustaban hacer, antes de que ese maldito criminal lo hubiese arruinado de tan horrible forma. Normalmente, Peter habría disfrutado del frescor de la mañana al caminar por el empedrado, maravillándose con las casas de tejados a dos aguas y contraventanas de madera decorada tan típicas de la región. Sus tripas habrían rugido al oler el delicioso aroma a pan y pasteles recién hechos, sus oídos se habrían deleitado al escuchar el suave repiqueteo del rocío al caer. Tal vez se habría parado a comprar unos pocos bollos que habrían terminado junto a las galletas caseras de la joven forense, y como siempre, habría preparado dos cafés, uno para él, otro para Louise. Lo más interesante del día habría sido escuchar alguna de sus anécdotas algo locas, pero divertidas, como aquella vez que tuvieron que rescatar a un ladronzuelo de poca monta atascado en una chimenea en vez de atraparlo de manera tradicional... tras recibir una llamada de socorro del propio caco. Tal vez habría fantaseado más o menos con invitarla a comer, o al menos a tomar un café, pero no se habría atrevido al final.  La jornada habría terminado, tal vez después de que algún anciano aburrido hubiera hecho de subir a Breca al tejado de su casa a rescatar a su gato. Después habría vuelto a su casa, donde encontraría a Paul haciendo los deberes. Una cena ligera, puede que una conversación rápida con sus hermanos vía Skype, y a dormir.

Ese habría sido un buen día, un día clásico, una dulce rutina. Pero las cosas se habían torcido sobremanera en los últimos meses: aquel monstruo que los lugareños habían apodado como Loup-Garou lo había arruinado todo. Ahora el trayecto era poco más que un paseo de la vergüenza para él, viendo en esas casas ojos que lo juzgaban por su incapacidad para atrapar al asesino mientras esperaban a ser invadidas por este y ser destruidas por dentro. Se veía ahora incapaz siquiera de entrar a la panadería, sobre todo después de que Isabelle, la esposa del dueño, hubiese sido una de las más notorias víctimas entre la población. Bastien, el marido, era un buen hombre que aún no había levantado cabeza, y temía que su presencia no hiciera sino reavivar ese trauma y llevarlo a cometer una locura. Aún podría encontrar las galletas, y sin duda le llevaría un café a Louise, pero encontraría a ambas trabajando, seguramente. Definitivamente. Como todos los demás. Últimamente ese enfermo había estado más activo que de costumbre—"Será la luna llena," había dicho Senta con humor más que dudoso—, y no solo llegaban avisos constantemente, sino que además ahora tenían que trabajar más rápido y eficazmente. Se coordinaban lo mejor que podían, trataban de adivinar cuál sería el próximo movimiento lo mejor posible... Pero Loup-Garou siempre iba un paso por delante.

Había ido aislándose poco a poco, replegándose sobre sí mismo al punto en que al entrar a su casa ni cenaba ni hablaba con Paul ni con los otros: directamente se iba a la cama, a permanecer despierto por horas recordando los trozos de cadáveres—porque Loup-Garou no dejaba apenas nada de sus víctimas, más que una absoluta carnicería difícil de identificar—, y  en qué pensarían las familias de las víctimas presentes, pasadas y futuras. Al final el sueño lograba vencerlo, pero de manera cruel y despiadada, recordándole siempre la brutalidad que encontraban una y otra vez. En las peores de sus pesadillas normalmente tenía que identificar el cadáver de alguien querido, como Paul, Louise o incluso de alguno de sus otros hermanos, todo ellos a partir de masas amorfas de carne y dientes que alguna vez fueron sus seres queridos. Era en el momento en que debía enfrentar a las familias que se levantaba de golpe, sudando por completo y haciendo un soberano esfuerzo por no llorar. Y así comenzaba un nuevo día donde repetía esas acciones que iban ahogándolo más y más en esa desesperación.

Cuentos de la Comisaría 23Where stories live. Discover now